DEATH PROOF







“Grindhouse” nació como un sincero homenaje, un proyecto que hermanaba dos películas en una, al estilo de las sesiones dobles que disfrutaban los jóvenes hace treinta o cuarenta años, agazapados en las butacas de los cines de la época o abrazados a su pareja en los típicos autocines norteamericanos. Sin embargo, los odiados/admirados/temidos –según a quién se pregunte– hermanos Weinstein, la poderosa pareja de productores que maneja no pocos hilos en Hollywood, han hecho añicos el proyecto, al menos en el Viejo Continente, tras su fracaso en la taquilla norteamericana. La ambición económica les ha movido, incapaces de respetar un experimento que no les ha reportado el pelotazo económico que ellos auguraban; aun así, recaudó más de treinta millones en Estados Unidos en sus dos primeras semanas, lo que garantizaba una segura amortización de los poco más de cincuenta que ha costado realizarla. Ni que decir tiene que los falsos tráilers de Eli Roth, Rob Zombie y Edgar Wright, que adornan el intermedio, habrán de esperar al DVD, aunque la presentación de “Machete”, futuro proyecto de Robert Rodriguez con Danny Trejo como protagonista, acompaña la proyección cinematográfica de "Planet Terror".



Lo primero que hay que señalar a la hora de referirse a “Death proof” es la valentía de Quentin Tarantino. Desde que Wes Craven “revitalizara” el subgénero del killer on the loose con “Scream: Vigila quién llama” (1996), hemos vivido una constante revisión de clásicos que se han venido adaptando a los gustos de una nueva generación de jóvenes espectadores hasta el punto de que mastodontes de la industria como Michael Bay han descubierto lo rentable de financiar remakes de los títulos junto a los que todos crecimos, como “La matanza de Texas” (Tobe Hooper, 1974), “Terror en Amityville” (Stuart Rosenberg, 1979) o “Carretera al infierno” (Robert Harmon, 1986). Rupert Wainwright –"Terror en la niebla" (2005)–, Alexandre Aja –"Las colinas tienen ojos" (2006) o la próxima “Piraña” (2008)–, John Moore –"La profecía" (2006)–… todos se han apuntado a un carro que daría material para escribir un volumen de 300 páginas, si atendemos a lo que está por venir. Pero estas nuevas adaptaciones beben de una estética moderna y de los últimos avances tecnológicos, buscando un consumidor rápido y moderno, que por su juventud desconoce en muchos casos los orígenes de lo que acontece ante sus ojos. Y aquí es donde Tarantino se distancia del resto: “Death proof” se inspira tan directamente de los clásicos que homenajea que, para disfrutarla enteramente, es casi imprescindible haber visto un buen puñado de títulos de bajo presupuesto de los años 60 y 70, referencia sin la que más de un espectador se siente perdido ante el aparente sinsentido que está presenciando.
La historia se centra en Stuntman Mike –maravilloso Kurt Russell, que posiblemente no disfrutaba tanto de un papel desde los tiempos de gloria de Snake Plissken–, un curtido especialista de cine que ha dejado la profesión para dedicarse a exterminar jovencitas descuidadas a las que atropella inmisericorde con su portentoso Dodge Charger negro. No hay complicaciones en la narración ni en el argumento, todo se centra en el carisma del psicópata y en la actitud de las víctimas. Puramente tarantinianos son los largos planos alrededor de las mesas de pubs de carretera en las que los personajes charlan sin parar, conversaciones fluidas que recuperan en ocasiones los mejores momentos de “Reservoir dogs” (1992) o “Pulp fiction” (1994), y que conllevan la que tal vez sea la mayor traba de la cinta para el espectador meramente comercial: su duración, ligeramente superior a las dos horas, un metraje obligatoriamente hinchado para poder ser estrenado como película independiente de su hermana "Planet Terror". Quien busque acción, la va a encontrar, pero muy dosificada y extrema, cuando ésta llega; y cuidado con las femmes Rosario Dawson, Tracie Thoms y Zoë Bell, sacadas directamente del legado del Russ Meyer más desbocado. Pero para el ojo avezado, cada minuto es un festín cinéfilo y cinéfago. Fragmentos de bandas sonoras de giallos italianos como “El pájaro de las plumas de cristal” (Dario Argento, 1970), incontables carteles de películas –entre las que citaremos como ejemplo extremo la española “El límite del amor”, dirigida por Rafael Romero Marchent en 1976 y protagonizada por Charo López–, detalles –la matrícula del coche del asesino es la misma que la del Ford Mustang de Steve McQueen en “Bullitt” (Peter Yates, 1968)–, frases textuales –el poema de Jungle Julia, sacado de “Teléfono” (Don Siegel, 1977)–, apariciones estelares –James y Michael Parks, padre e hijo en la vida real y que ya pudieron ser vistos en el mismo papel en "Kill Bill: Vol. 1"(2003)–… un compendio sería casi inabarcable, un festín pergeñado por alguien que ha pasado muchas tardes, y muchas noches, devorando cine.
La obsesión por sus raíces es tal que Tarantino calca incluso ese elemento que convierte al cine psicotrónico en único: los fallos y errores, los saltos de tiempo, los desvaríos de raccord tantas veces provocados por la falta de presupuesto, por la ineptitud de los realizadores o por lo pésimo de los actores, que para quienes gustamos de este cine son virtudes que convierten cada obra en algo más que un divertimento, y que han transformado éste en el género de culto por excelencia. De este modo, la copia parece estar dañada, hay saltos de rollo en momentos clave –en la mejor tradición de William Castle–, los colores van y vienen y la música sube y baja a su antojo. Si no fuera por algún teléfono móvil y un reproductor MP3 que utilizan los personajes, parecería un viaje en el tiempo en toda regla. Spaghetti western, xploitation, blaxploitation, giallo, persecuciones en plan cannonball… demasiada serie Z para un espectacular experimento que, tristemente, no va a cuajar en taquilla en ninguna parte como sus creadores pensaban, mucho menos en versión doblada. Lo que esperamos es que la edición en DVD sea una delicia que respete el espíritu del proyecto, algo que debería ser una imposición para los implicados en la producción. Porque si todos hemos disfrutado, en mayor o menor medida –cuestión de edad, principalmente–, de los títulos a los que “Death proof” homenajea, no menos importante es el tiempo que hemos pasado rebuscando en las polvorientas estanterías de los videoclubs de nuestro barrio al encuentro de esa joyita que nos hiciera disfrutar de una noche de palomitas acurrucado en el sofá.

CRITICAS CLASICAS: Apocalypse Now




La única salvación es el cine




El artista es el sacerdote de la belleza, entendiendo por bello aquello que emerge de la necesidad emocional interior. Para lograr que la obra funcione no debe desconocer que todos sus actos, sufrimientos, ideas, preocupaciones, integran la frágil, y también poderosa, substancia de sus obras. Coppola, un director ostensiblemente genial, refleja el mundo de hacer cine como una aventura pavorosa y pasional. Queda claro que su arte nace de una necesidad, de un vacío, de una busca desequilibrada por la reformación de un ritual iniciático.
Apocalypse now (AN) es el film más importante de nuestra época. Han pasado ya 25 años de su estreno y aún nos cuestionamos si se ha entendido. Si se ha comprendido siquiera su acumulativa obsesión por demostrar el destino del legado cultural de Occidente. Si su condición genial de testamento resumen de una civilización en ruinas era apenas la superficie de todo lo revelado, ¿se continuó analizando y repensando? ¿Se habrá querido ver como documento representativo sobre el fin de la utopía moderna? ¿Nos habremos dado cuenta de todos los problemas que AN nos planteó, tanto éticos como estéticos? ¿Habremos entendido que una de las funciones de AN era hacer que los acontecimientos de Vietnam que le dieron origen y diégesis, se tornasen irreconocibles? ¿Se habrá constatado que AN trabajaba con la invocación, con la revelación del mito como oportunidad para pensar, pensarse y pensarnos? ¿Habremos estado a la altura necesaria, o a la profundidad suficiente, para poder asimilar, interpretar y reconducir todos sus estratos míticos-simbólicos hacia una hermenéutica del cine respecto de la condición humana? Las condiciones siguen allí. Entonces, ¿Qué habremos entendido de AN los que hoy seguimos admirándola?
Algo parece haber quedado claro: AN es, además, la película religiosa y moral por excelencia. Es la última posibilidad de configuración de lo religioso occidental, desde lo cultural representativo. Coppola, quizás el más grande director de todos los tiempos, nos demuestra que el cine es el arte por antonomasia de nuestro tiempo, el catalizador del destino trágico del hombre. Mediante su discurso accedemos a pensar por analogías, a relacionar. Por medio de la repetición, de la correlación, AN nos permite conocer ciertos estadios, al recordarlos por ciertos procedimientos míticos. El mensaje de AN es que estos procedimientos deben ser cada vez más manifiestos, cada vez más desmesurados para que puedan filtrarse en el magma imaginario de la modernidad. A través de AN entendemos no solamente todo el cine que la precedió, también comprendemos la tarea desproporcionada que el arte se encomendó respecto de la historia y la cultura, debido al vacío al que la época lo expuso. Nos propone un manual metafísico al que le ha realizado ciertos subrayados para que entendamos qué está pasando. Para salvar los malos entendidos, Coppola nos indica que la única salvación (individual) es el cine. No para un nivel de superación, apenas de contención. El cine aparece con El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915), establece los lineamientos a seguir, resume los postulados estéticos del siglo XIX y los traslada hacia un nuevo saber. El eje se constituye con Orson Welles, y sus trabajos de contemplación ontológica, y la etapa se cierra con AN, sumario de representaciones para dar lugar al nacimiento de una revelación.
Willard (Martin Sheen), el discípulo, el iniciado, es la metáfora de la derrota del pensamiento racional, de las líneas rectas y los hitos, a manos de la sinuosidad del pensamiento mítico. Willard experimenta el encierro al que lo lleva la racionalidad, a través de los avances y retrocesos a lo largo de su viaje. Se da cuenta que no estaba preparado para el laberinto, su saber era parcial. En su regreso a la unidad, Willard va sufriendo la escisión de lo secreto, reconociendo que aquello que formaba su mundo era una artificio. Lo "secreto" no puede contenerse en el "top-secret" del documento entregado por el ejército. Falacia que adquiere sentido, en su encuentro cara a cara con Kurtz.
Se viaja mucho en AN, físicamente y por la memoria. De ese viaje deriva una salida, un paso hacia otro lado. Quizás sea la locura, pero hay una salida, por más demencial y monstruosa que sea. Mucho más pesimista fue la siguiente película de Coppola, One from the heart, donde no había salida de lo cotidiano, ni siquiera de los decorados. Kurtz (Marlon Brando) es excesivamente genial y excesivamente espantoso. Como EEUU, un gigante con los pies en el (literalmente) barro. Construyó un palacio en la selva, un Xanadu, algo más grande que la vida cuyo destino era paródico. Kurtz es anacrónico, tiene ideales inconcebibles (para la mayoría) y la época no acepta tanta grandeza trágica. La soledad de Kurtz, como la de Kane en El Ciudadano, es la soledad del héroe que no puede vivirse como tal, a pesar de su impulso de grandeza, porque la realidad hace que esos sueños se conviertan en pesadillas. Tratan de convertir ese mundo en metáfora, de preservar aquello que pueda perpetuarse: Rosebud, Willard, los fundamentos de lo trágico, el cine. En contraste con todo lo que emana de Kurtz están l os actos de las conejitas, los soldados de Kilgore, los que se oponen a Kurtz, el ejército, todos son deshechos, residuos culturales que actúan a partir de los remanentes de algún ceremonial, como si fuesen oficiantes de un culto sin religión. La magnífica escena del ataque al poblado, con la Cabalgata de las Valquirias, es sintomática de lo que Coppola piensa del mundo. Kilgore y sus despistados soldados no saben ni se preguntan qué están haciendo, es más, no saben qué significa esa música que ponen en los altoparlantes, ni saben de sus fundamentos. En realidad la música debería ser para Kurtz, pues en la mitología nortegermánica son personificaciones que vuelven de la muerte en rápidos corceles corriendo a través de las nubes y simbolizan la honrosa muerte del guerrero. Es decir, entronizan la condición heroica ante el albor de una nueva era.
"¡El horror, el horror!" se dice en una escena clave. Mentando lo innombrable, el verdadero horror es no poder salir, perpetuar el ciclo de la insubstancialidad. La primera imagen del ventilador de techo visto por Willard, es la imagen de la exasperación de lo circular, de la repetición. Por eso no basta un horror, se repite la frase dos veces: "el horror, el horror". Es el horror de la repetición, de la negación de la salida de esa recurrencia. El horror de caer en lo insignificante, en lo intrascendente. Pero también la repetición da paso al ritual. Una vez iniciado, el discípulo manifiesta su nuevo estado mediante el ritual. "El horror" puede ser también provocado por una revelación súbita, por acceder de manera directa y sin escalas a lo abisal, a la apabullante sabiduría de lo insondable. AN es un ritual de iniciación dentro de otro, como una caja china iniciática. El externo, quizás el menos obvio, es para nosotros, es nuestra razón de contemplación. Cada nueva visión de AN nos propone poner nuestra credibilidad intuitiva en una puesta en presente que nos permite purgar las pasiones en un lugar simbólico.
Kurtz debe luchar contra residuos, ideales pervertidos, inclusive, y por extensión, Coppola nos muestra que también debe luchar contra la fatal falta de entendimiento de AN. Hay una intencionalidad de Coppola, porque en AN su mundo se note más, con el riesgo de caer en la mera interpretación estetizante. Para ello recurre a la suma de todas las manifestaciones culturales de Occidente, desde las Valquirias hasta las conejitas de Playboy, desde lo operístico hasta el género bélico. Hasta pareciera que la técnica usurpase el lugar de la puesta. Todo ello es un recurso para trascender el género, para trascenderse a sí mismo. El resultado es de una renovación total, como el puente de Dou—Long que debe ser recreado una y otra vez. Esta metáfora indica que el arte no puede ser soporte eterno sino sistemático, de conscientes conquistas parciales que deben revalidarse continuamente. El hecho estético entendido, connota la peligrosidad de manifestar su vocación terminal de aprehensión. Es como un don que nos es dado mediante el arte y el cine, y al mismo tiempo la cara oscura de ese don nos es advertida. Lo cultural también corre el riesgo de olvidarse, nos dice Coppola, entonces por el absurdo, con efectos especiales y explosiones, AN nos revela que la memoria de lo aprendido y su puesta en presente es responsabilidad continua del arte. Sobre todo del arte contemporáneo. Luego de trescientos años de modernidad, AN viene a despertarnos del mito perverso, invertido, de hacernos creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles. El arte se mezcla inextricablemente con la vida. A lo mejor, sugiere Coppola, si su obra estuviera mínimamente entendida, se podría gobernar al mundo con una mezcla de Kurtz y Corleone, o por lo menos existiría esa tentación. Visto el don más humano de la ética trascendida según esta estética, existiría esa posibilidad y ese riesgo. El conocimiento de algo en el sentido intelectual estético, en lo intuitivo, en la memoria filosófica de todo arte servil, no puede llevarnos a dictar reglas, leyes para administrar lo cotidiano. Es la amenaza de lo mecánico, de lo utópico, de incorporarlo como valor. Cesarían las lucubraciones, comenzaría otro grado de locura, no nos haríamos más preguntas, la obra no tendría trascendencia porque estaríamos inmerso en ella. Aquí es donde también actuaría el arte para promover la dialéctica de la memoria y del olvido. Para poder seguir viviendo. AN nos desorienta, pareciera tentarnos en ese aspecto de vivir estéticamente, pero nos da las suficientes pistas para encontrar sus secretos o al menos hacernos conscientes de la existencia de esos secretos y volver a consumirnos en tal dialéctica. AN (y por supuesto la obra posterior de Coppola, particularmente One from the heart, Gardens of Stone y Tucker) nos indica que no nos quedemos aferrados a AN. El arte necesita una instancia fragmentaria para darse cuenta de la totalidad. Esas instancias hacen que el artista no caiga en la seducción de lo deslumbrante y grandilocuente. Reflexión que AN pone en primerísimo plano a través del uso de contrapuntos y matices en la puesta en escena. Los elementos actúan para decir que todo es más complejo que lo que se piensa, pero al mismo tiempo la puesta es más didáctica, más sensible con el espectador. Mediante esos recursos (que abundan en AN) es que se puede lograr la síntesis y la continuación de una totalidad. Interpretación que quedó clara a partir de la versión Redux del film. Esto no debe confundirnos en la interpretación de gestos mínimos como inferiores. Más bien lo que se propone es una transitoriedad, una traslación hacia la superficie de la pantalla de una variedad tonal y de distintos niveles de registros, donde esas parcelas actúen en conjunto, favoreciendo esa intención de integridad. O para entendernos más linealmente, sería la diferencia entre sorprender y recordar. Coppola sabe que el ruido de las explosiones no debe ocultar el eco de su propia voz.
Acabamos de ver Apocalypse now. Ya no hay más secretos. Todo es real y todo es público. Los fantasmas andan sueltos, los puentes se caen y se levantan, los símbolos son tan bellos como terribles. Luego de Apocalypse now han cesado las preguntas.