SHUTTER ISLAND


CALIFICACION: ***

En “Shutter Island”, Martin Scorsese firma un trabajo entre lo delirante y lo opresivo y terrorífico, con un excelente Leonardo DiCaprio al frente de un reparto que funciona a la perfección.


Martin Scorsese toma los mandos de la adaptación de una novela de Dennis Lehane , en este caso, de los temas y escenarios que hasta ahora habíamos asociado con el autor de "Mystic River" y "Adios, pequeña, adios", que también tuvieron sus correspondientes, y celebradas, versiones cinematográficas. Esta vez, la mirada se aleja de los sórdidos secretos alojados en los barrios de Boston para trasladarse a unos territorios que parecen perder conexión con algún lugar determinado. Porque la isla-psiquiátrico para criminales dementes parece estar situada en algún lugar de la costa de Estados Unidos, pero apenas se nos da dato adicional alguno. Quizá porque, en el fondo, el referente más importante sea el año, un 1954 que en el país de las barras y estrellas es sinónimo de uno de sus períodos más paranoicos, en plena efervescencia de la caza de brujas y la duda constante de si el sonriente vecino que corta sus setos no oculta, en realidad, a un enemigo de América dispuesto a socavar la perfecta sociedad estadounidense desde dentro.

Ese es el marco en el que la acción de "Shutter Island" sitúa la arribada a la isla de una pareja de marshals (Leonardo Dicaprio y Mark Ruffalo) con la misión de encontrar a una presa que ha desaparecido de su celda sin dejar rastro. Una investigación que, para el personaje de DiCaprio, marcado por las experiencias de la guerra, especialmente por el impacto que le causó la liberación del campo de concentración de Dachau, significará un particular descenso a los infiernos en la que no es la primera, ni con toda seguridad será la última, inmersión cinematográfica en el mundo de la locura. Un punto de arranque que permite a Scorsese firmar un trabajo situado en un punto intermedio entre el delirio de "Al límite" (1999) y el opresivo y terrorífico ambiente de"El cabo del miedo" (1991), y que añade una coherente muesca más en una filmografía que en numerosas ocasiones ha hurgado en los vericuetos de la culpa y los desórdenes que tantas veces desembocan en la violencia (¿o es que alguien ha podido olvidar el alucinatorio tramo final de "Uno de los nuestros"?).

Como ya hiciera Kubrick en su personal viaje a los infiernos de la mente que fue "El resplandor" (1980), Scorsese se ha apoyado, además, en una banda sonora firmada por nombres como Ligeti o John Cage, músicos que demolieron muchas convenciones sonoras para abrir nuevos espacios en los que lo inestable podía deparar momentos de intensa belleza. Y eso es, precisamente, lo que intenta hacer Scorsese con su relato, sin llegar a los límites de Cronenberg o Lynch, pero levantando una película situada a medio camino entre lo más comercial y fácilmente digerible, y las exigentes experiencias que suponía ver las obras de los citados. Un medio camino que, todo hay que decirlo, posee más aciertos que pasos en falso; o dicho de otro modo más gráfico, el resultado final se acerca más a "Spider" (2002) que a ese enorme fiasco que fue "una mente maravillosa" (2001), uno de los más facilones, tramposos e impresentables acercamientos del cine reciente al mundo de los desórdenes de la mente.

En el fondo menos original de lo que podría parecer, “Shutter Island” contiene, de todos modos, motivos más que suficientes para ser disfrutada. El primero, un Leonardo DiCaprio que vuelve a demostrar por qué es uno de los mejores actores en la actualidad; y junto a él, un reparto que funciona a la perfección, como en la bicefalia los que habitan este particular infierno al que, como en el narrado por los antiguos griegos, también se accede en barca (o ferry, actualizaciones obligan), en un camino que, de la misma manera, amenaza con carecer de vuelta posible.

ENEMIGOS PUBLICOS:


CALIFICACIÓN: * * *

Michael Mann es el mejor ilustrador de la vida en las sociedades ferozmente capitalistas. Las grandes urbes desconectadas, cuya incapacidad por conjuntarse define el desarraigo de sus personajes. Los pequeños villanos que se asimilan a la masa —como el Vincent (Tom Cruise) de Collateral (2004)—, porque, a diferencia del héroe, han conseguido adaptarse a su espacio, erigiéndose como ciudadanos con dobleces morales. Los rostros, marcados y viriles, en cuyas hendiduras encontramos la esencia del cine del realizador de Chicago: una exaltación visual de la violencia y la masculinidad; una apuesta moralmente pragmática, que detecte las fallas de nuestras creencias, anhelos e inseguridades; y una profundidad dramática que, inesperadamente, surja cuanto más distanciada y vaciada esté la propia narración de los sentimientos de sus protagonistas. En definitiva, un escenario aplastantemente erótico —porque no cesa de estimular nuestros sentidos a través de la elección de imágenes gradualmente más colosales, inabordables, de una belleza en pugna entre lo efímero y lo duradero— que revela las carencias emocionales de una generación. Unos hombres en el crepúsculo conscientes de que su condición —de héroes, de inconformistas, de solitarios o inadaptados— «no se ajusta a lo que la sociedad demanda: una figura que la haga progresar».

Si algo enlaza al John Dillinger (Johnny Depp) de Enemigos públicos con el Neil McCauley (Robert De Niro) de Heat (1995) o el Sonny Crockett (Colin Farrell) deCorrupción en Miami (Miami Vice, 2006) es su actualidad; vivir el hoy sin pensar en el mañana. El tiempo corre vertiginosamente para Dillinger cuando percibe la soga alrededor de su cuello; cuando percibe que la persecución a la que le somete Melvin Purvis (Christian Bale) transformará sus experiencias —su romance con Billie Frechette (Marion Cotillard)— en efímeras vivencias marcadas por un abrupto final. Tal y como sucede con la relación entre Sonny e Isabella (Gong Li) en Corrupción en Miami, John y Billie corresponden a la idea de un amor fugaz e intenso —aunque las partes centrales de éste nunca sean narradas— tan potente como las imágenes que desprenden: Billie siendo vejada por uno de los oficiales de Purvis; John observando en posición de espectador externo la detención de su chica sin poder/querer hacer nada. Un matiz este último que retrata la impotencia que embarga a los personajes de Mann en su huida hacia el abismo, en su contradicción entre vivir la actualidad o ser arrollados por ésta.

Redescubriendo América

Aunque apegado a su forma contemporánea, Michael Mann define el mundo de los 30′ como un ejercicio de redescripción histórica; como si esa década fuese liquidada de los libros de historia de los Estados Unidos y, a renglón seguido, fuese reformularse en unos nuevos términos. Así, Chicago resucita de noche en los grandes salones, mientras de día es símbolo del capitalismo incipiente en los múltiples bancos paulatinamente saqueados. Es la dialéctica entre una ciudad manifiestamente muerta cuya inyección económica genera enemigos públicos contradictoriamente —porque atacan, aunque acaben siendo sus víctimas, al corazón del capital— aclamados por sus ciudadanos, que, no obstante, aplauden también la caza humana emprendida por Purvis y el FBI. Tal vez porque, de una parte, la existencia de Dillinger representa una autonomía perdida en el interior de un sistema social dependiente del trabajo, que marca una diferencia insalvable entre las clases sociales; y, por otro lado, porque la vulneración del statu quo que lleva a cabo Dillinger provoca la irrupción de Purvis en el imaginario colectivo: el héroe que reestablezca el orden. Esa misma dialéctica que marcaba la pauta entre Vincent y Neil en Heat, Max y Vincent en Collateral o Sonny e Isabella en Corrupción en Miami. En otras palabras, la impresión de que Mann escarba en la Historia de EE.UU. para reflejar una naturaleza subyacente, libre de cualquier contingencia, que permanece visible en sus últimos thrillers. La justificación de todo ese proceso que le ha conducido hacia el pragmatismo salvaje de las grandes metrópolis, como Los Ángeles… o Chicago, años 30′.

Enemigos públicos es una película violenta y viril. El HD capta con dolorosa precisión el fuego de los subfusiles, la crudeza de los atracos, persecuciones o emboscadas, así como la agresiva fisicidad de los cuerpos muertos destrozados por las balas. Nos sitúa en un contexto masculino, porque la pasión puede sobre la razón y sus hombres se sumergen en un primitivismo en el que lo social parece difuminarse a cada momento. Purvis, el paradigma de los nuevos métodos de investigación policial científica, es inicialmente presentado como un cazador —en la más material de sus definiciones— que no descansa hasta acabar con su presa, Pretty Boy Floyd (Channing Tatum). Es un asesino, pero aparece ante nuestros ojos como un representante de la ley. En contraposición, los atracos de Dillinger contemplan un código férreo meticulosamente planificado con la intención de cumplir el objetivo sin tener que sacrificar vidas humanas. Sin embargo, ambos ocupan los lados opuestos de la moneda y, a la vez, son exonerados, respectivamente, por la torva y maquiavélica figura de J. Edgar Hoover (Billy Crudup) y la brutalidad sin freno de Baby Face Nelson (Stephen Graham). Quizá, porque a diferencia de estos últimos, Dillinger y Purvis conservan un sentimiento de piedad que las grandes corporaciones, instituciones, etc. irán erosionando hasta convertirse, lisa y llanamente, en el Estado. Por eso, ambos devienen figuras trágicas, conscientes de que su espacio es constreñido por fuerzas superiores —en el caso de Dillinger, por la forma de conducir el crimen de gangsters como Frank Nitti— que buscan agotarlos en sus propios roles.

Héroes y villanos; medios y fines

En la carrera de Michael Mann héroes y villanos han peleado por continuar existiendo con la sociedad contemporánea como cuadrilátero. No obstante, desde Heat ese combate ha ido declinando hacia una pregunta: ¿Hasta cuándo tendrá sentido continuar con esa lucha? Ya no se trata de reequilibrar el orden social para sacar a flote los pequeños núcleos —la familia— que lo constituyen (Heat); tampoco para autoafirmar nuestra condición en el seno de una sociedad indiferente y alienada (Collateral). El final deCorrupción en Miami mostraba al héroe en tránsito de desaparición por su debilitada funcionalidad; por pertenecer a un tiempo construido sobre lo aparente que atiende a otras necesidades humanas; pasajeras e inestables como el amor, pero reñidas con su condición. En Enemigos públicos la frontera entre héroe o villano es tan vaga como inútil su formalización en conceptos rígidos. De nuevo, es Dillinger el enamorado y Purvis el personaje obsesionado por cumplir un objetivo que, por supuesto, acabará con él: reequilibrar el orden. Al fin y al cabo, ¿cómo matar al villano si precisamente es él la única conexión que establecemos con la sociedad? La única que comprende la condición de héroe, el sacrificio por vigilar la normalidad; la que mantiene con vida y no hace obsoleto a Purvis.

Final de trayecto

El final de Enemigos públicos supone una terrorífica coda al cine según Michael Mann. Mientras liquida al héroe, ahogándolo definitivamente en las aguas de una sociedad fiscalizadora; muestra el silencio de un hombre —y la analogía con Melville no es caprichosa— en los últimos instantes a su muerte como víctima. De este modo, Mann abre un horizonte nuevo sobre su cine mientras exhibe el cadáver de su protagonista ante la catatónica mirada del héroe, que nunca más volverá a ser el mismo —tanto, que el propio Purvis desaparece del epílogo y es Winstead (Stephen Lang) su reflejo. Cuando el tiempo se agota, tan sólo resta el recuerdo de lo efímero, que es lo que alguna vez nos hizo sentir vivos.

CELDA 211: ROZANDO LA PERFECCCION CARCELARIA




VALORACIÓN: * * * *

Para quienes, como el firmante de estas líneas, están seriamente preocupados por la situación sociopolítica de España, el filme que nos ocupa es un síntoma que confirma las poderosas corrientes subterráneas de insatisfacción que existen en la sociedad. La película, basada en una novela de Francisco Pérez Gandul, que narra el desarrollo de un motín carcelario en una prisión de reclusos de especial seguimiento, viene a decirnos, ni más ni menos, que el sistema que nos gobierna (al margen de sus colores) es capaz de cualquier cosa para autoperpetuarse.

Celda 211 tiene el gran mérito (por lo arriesgado del empeño) de lograr al mismo tiempo el tono de un thriller notable y una profundidad política cuya complejidad no podemos desentrañar por completo en la brevedad de estas líneas. Daniel Monzón había demostrado ya en La caja Kovak (2006) su habilidad para generar tensión y templar con tino el ritmo narrativo, pero la debilidad del guión impedía conocer sus verdaderos límites como cineasta. Celda 211 confirma que, con un buen argumento y un guión trabajado, esos límites pueden encontrarse lejos.



En este caso, ese guión (firmado por él y por Jorge Guerricaechevarría) nos trasladan la imagen de un Estado que, a través de una Administración torpe, burocratizada, desmotivada e ineficaz, basa su funcionamiento en el engaño, la manipulación, la traición a sus funcionarios, la represión violenta y, de ser necesario, la tortura y el asesinato. Juan (Alberto Ammann) es un funcionario de treinta años que ha acudido a su trabajo un día antes de lo obligado para ponerse al día, y se ve inmerso de lleno en un motín; aprovecha la confusión para hacerse pasar por un recluso, única opción que, inteligentemente, encuentra para sobrevivir. La maquinaria del Estado, que aprovecha esta circunstancia para tomar ventaja en la gestión de la crisis, no sólo le abandona a su suerte, sino que, mediante una brutal represión policial en las puertas del penal, asesina a Elena, su mujer embarazada (Marta Etura).

Celda 211 llega a dos conclusiones, entre tantas, escalofriantes: que no merece la pena ofrecerle al sistema un solo minuto de tu tiempo, más del necesario, porque cuando tú necesites al sistema, no va a estar ahí; y, sobre todo, y más terrible, que es el propio sistema el que te empuja hacia sus márgenes, obligándote a ponerte en su contra y eliminándote después si lo estima oportuno para su supervivencia.

Como decía más arriba, los matices serían muchos y no podemos detenernos, pero es justo afirmar que el discurso político de Celda 211 es uno de los más demoledores que he visto en una pantalla contra el funcionamiento de nuestro Estado. Además de su notable eficacia como thriller y de su excelente perfil como cine político, la película contiene rasgos añadidos de un interés extraordinario como, sobre todo, su estudio del liderazgo, mediante las relaciones entre Juan, Malamadre, el líder del motín (Luis Tosar) y Apache, compinche pero rival de Malamadre (Carlos Bardem); Malamadre representa al líder carismático que logra fácilmente el apoyo de sus correligionarios, Juan al líder verdadero que mueve los hilos en la sombra mediante su privilegiada relación con el líder carismático, y Apache al líder frustrado cuya única ambición es imponerse por el medio que sea. Un apunte psicológico y social interesantísimo cuyo análisis en profundidad ayuda a comprender el desarrollo completo del filme. Tampoco carece de interés una reflexión que sobrevuela durante todo el metraje, aunque el guión no se detenga en ella porque quizá no dé para más: cómo puede cambiar nuestra vida en un minuto, por una decisión, por el azar o por ambas cosas.



No me detengo en el trabajo de Tosar porque creo que otros ya lo han hecho y harán en demasía: realiza un trabajo excelente y confirma que es un actor que se toma su profesión muy en serio (desde hace tiempo); aunque he de decir que este año me quedo con la matizadísima y extraordinaria interpretación de Antonio de la Torre en Gordos, mucho más compleja en mi opinión. Lo que sí es reseñable es un casting ajustadísimo, donde sólo Alberto Ammann genera algunas dudas, pero en el que todos encarnan a la perfección el perfil asignado (con especial mención a quienes son funcionarios del Estado: Resines, Solo, Morón).

Claro que Celda 211 tiene debilidades: el hecho de que Malamadre confíe tanto (para considerarle su mano derecha) y tan pronto en quien cree un recluso recién llegado, es poco verosímil; que los funcionarios de la prisión no corten la señal de televisión a los amotinados hasta la mitad de la película, también; y las pequeñas trampas del guión para que empaticemos con Malamadre se hacen éticamente demasiado incómodas. Pero en el tratamiento de todas estas aristas peligrosas se adivina una inusual habilidad para orillarlas, para que no cobren un protagonismo que hubiera sido letal, y se acaban convirtiendo en fallas menores, por las que nunca se desliza, diluyéndose, la potencia discursiva y narrativa del filme.

Que la suma de un buen guión, un buen casting, unos buenos actores y un buen marketing hacen una película, a la vez, de calidad y de éxito, parece una verdad de Perogrullo; pero no es una fórmula matemática, ni para el cine español ni para el extranjero. Monzón lo ha conseguido. Será más difícil convencer de que Celda 211 es mucho más que una película de género, porque, por el momento, las pocas concesiones que se le hacen a nuestro cine pasan por ser «películas refrescantes de prometedores debutantes», «eficaces filmes de género», «radicales obras de autor al margen de la industria» o «superproducciones que no parecen españolas». Es mentira. También se hacen películas importantes, sólidas, serias, de altura. Esta es una de ellas.


PAGAFANTAS ESA GRAN REALIDAD!!!



VALORACION: * * *

“Pagafantas” nunca pretende la reinvención de la comedia, sino más bien una adhesión a distintas formas de la misma que encuentra el camino a la gloria en un torpe diálogo de screwball, un eficaz gag visual o una escena de sitcom.

“Pagafantas” es el triunfo de una comedia que tanto bebe de la ficción televisiva como de la screwball comedy, que tanto sabe incorporar el humor dialéctico más clásico como los greatest hits del sketch más renovado. Es “Vaya semanita”, es “Muchachada Nui” y es Howard Hawks machacando el solapamiento del diálogo, dando a su irresistible heroína la fuerza ciclónica que trae de cabeza al sufrido antihéroe de un Judd Apatow sin una pizca de clemencia para con su personaje. Pero sobre todo, “Pagafantas” es una película con extraordinarias dotes para conectar con una generación, con el pagafantismo como sentimiento universal y personal del que todos fuimos alguna vez víctimas (los créditos finales ponen cara al sufrimiento anónimo), del que ahora nos vengamos a costa de todo un campeón del patetismo en la pantalla.



A diferencia de Apatow, Borja Cobeaga no otorgará la salvación a su protagonista, no dará margen a la auto-indulgencia ni encontrará la necesidad de volver a un orden que nunca ha existido en la vida de Chema (Gorka Otxoa). Es decir, Chema está condenado al pagafantismo perpetuo (incluso a preferirlo al anodino orden vital que de él se espera), a no aprender de los errores que le impiden el acceso al corazón de Claudia (estupenda, arrolladora Sabrina Garciarena) y, por ende, a sufrir cotas inhumanas de crueldad. Y de tal conclusión se extrae la mayor virtud de la cinta: el pagafantismo no da opción alguna a los derroteros habituales de la romcom ni a sus finales indefectiblemente felices, sino a un nivel más alto de la comedia que se conforma con el heroico día a día del perdedor eterno (eternidad confirmada en el personaje de Óscar Ladoire).



Este debut en largo de Cobeaga nunca pretendió una reinvención de la comedia, sino más bien un reciclaje de ideas, una adhesión a las distintas formas de la misma que encuentra el camino a la gloria entre el diálogo de screwball, rediseñado desde la torpeza, y la eficacia del gag visual (el atropello por el vehículo de limpieza). O, por qué no, una brillante escena de sitcom (la fiesta sorpresa) que se alterna con una inusitada kubrickiana (el encuentro en el pasillo con la Sra. Begoña). En cualquier caso y para cualquiera de sus victorias, resulta aquí fundamental Gorka Otxoa, impagable encarnando al pagafantas por antonomasia, siempre creíble en su rol pese a la escalada de dolor emocional y físico a todas luces inhumano. Pero también imperdibles los secundarios compuestos por Julián López y Ernesto Sevilla, el primero como conformista compañero de fatigas, el segundo como accidentado primo de Elche.

AMENABAR NOS HACE PENSAR UNA VEZ MAS




VALORACION: * * * *
No tarde mucho en ver lo nuevo de uno de los grandes del cine actual, el gran Alejandro Amenabar que sorprendiendo a propios y extraños ha realizado un magnifico Peplum, desde aqui una sincera enhorabuena a Telecinco por el gran trabajo que estan realizando haciendo produciones de enorme calidad con directores de enorme prestigio, algo contraproducente si vemos la Tv que realizan.

«Ágora» es una película monumental y ambiciosa en lo grande e íntima y expresiva en lo pequeño. Se ve y se curiosea por la Alejandría del siglo IV casi como si se hubiera aterrizado en ella, y se atisba y se descubre la personalidad de alguien insólito allí, pero cierto, una mujer llamada Hipatia, neoplatónica, astrónoma y geómetra, una mujer real y olvidada que se sitúa en el centro, y como víctima, de un litigio de siglos, tan coetáneo al hoy como al entonces y, probablemente, como al luego; la guerra eterna del pensamiento entre el corazón y sus extremidades: sectarismo, radicalismo, fundamentalismo o fanatismo, envuelto en cualquier trapo o creencia, y que en esta película coincide con un periodo histórico en el que el cristianismo pasaba de perseguido a perseguidor en aquel crisol de culturas, saberes, ignorancias y religiones alrededor de la idea de la más grande Biblioteca del mundo.

Amenábar lo quiere mostrar todo, lo monumental (el Faro) y lo mental (los ideales), y su cámara cae allí como un meteorito para que veamos el lugar de los hechos en una fastuosa reconstrucción visual de aquella Alejandría, y de un modo natural, sencillo y del que casi te preguntas, pero, ¿cómo lo ha conseguido?, la película te sumerge en el complejo clima político, social y religioso que impregna a los personajes y a sus actos, de tal modo que algo que te era ajeno y desconocido se clarea y lo entiendes de inmediato: a Hipatia, su obsesión por los astros y sus leyes, su posición en esa escuela, sus ansias de mujer libre, el auge, empuje y medra del cristianismo, el eclipse del paganismo, la decadencia de Roma?

La limpia belleza de Rachel Weisz y su perfecto empaste con el personaje consiguen hacerlo cercano, cálido, incluso en su fría vertiente de mujer obsesionada por la ciencia e incompatible con el amor, pues es precisamente en el sentido romántico donde «Ágora» se permite algunos temblores y lirismos; y es justo lo que no es historia sino invento de Amenábar, el personaje del esclavo Davos, lo que le da al argumento unos arreones pasionales y «peliculeros» en el mejor sentido del término. No es fácil, a pesar de todo, entender las tozudas pasiones de Hipatia y sus conciudadanos, y estar próximo a ella y ellos durante la consecución trágica de la historia, aunque su admirable personalidad quede al descubierto mediante los certeros brochazos de Amenábar en su relación con el padre, el esclavo, los alumnos y los intolerantes.

La Historia suele escribirse por los «buenos» y contra los «malos», pero su encajonamiento en la pantalla permite simplificarla al máximo de ese modo; en este caso, y éste será el punto de la polémica que se adhiere al «talón de Amenábar», Hipatia, la indudable heroína y a través de cuyos ojos se escribe «Ágora», es una pagana, mientras que enfrente, en el cinematográfico papel de villano, está aquel cristianismo niceno del emperador Teodosio, encharcado de radicalidad y agresividad, y que, luego, en la Edad Media aún adquiriría tintes más siniestros. El punto de vista es, pues, de ella, pagano, que en el mundo actual se correspondería con algo cercano al laicismo; mientras que enfrente está un cristianismo montaraz cuya expresión actual estaría más próxima al fundamentalismo islámico. Tal vez, ahora el espectador cristiano podría sentirse maltratado, pero en realidad no es el cristianismo actual lo que combate esta película, sino el radicalismo, el fanatismo racial, territorial, sectario o religioso. Y tergiversar el auténtico sentido de «Ágora» por razones de secta, ideología o religión solamente le dará la razón a la sustancia de la película: casi dos mil años después, aún sirven las mismas piedras para tirárselas a los demás. Quedarse en eso, o en si se aleja o se acerca la cámara a las estrellas, es como querer tocar el piano con los codos.

VICKY CRISTINA BARCELONA




Por fin lo conseguimos la pichu y yo, despues de mucho tiempo vimos la ultima pelicula del gran maestro del cine mundial, el gran Woody Allen, nos disponiamos a ver la pelicula tras mucho hablado por todo el mundo, la mayoria la criticaban y la minoria la exaltaban, tras las criticas llegaria el globo de oro a la mejor comedia del año y los multiples premios de Penelope Cruz a la mejor actriz secundaria (oscar y globo de oro incluido). Nos resistimos a las garras de Allen pero porfin la vimos, como digo, fuera de toda influencia mediatica o amiguil.

Desde los primeros compases del filme, una voz en off algo reiterativa en el discurso narrativo, sin ser cansina, nos sitúa de forma acelerada en lo que va a suponer para el espectador la nueva obra del genio de Brooklyn, un recorrido sarcástico a modo de guía rápida sobre el comportamiento humano de unos seres abocados al sentimiento esquivo y confuso. Como si se tratara de una guía auditiva de cualquier museo de humanidades, la voz de Christopher Evan Welch va desgranando de manera acelerada las identidades de sus dos protagonistas femeninas, Vicky (una estupenda Rebecca Hall) y Cristina (Scarlett Johansson, algo desdibujada en su caracterización), dos turistas norteamericanas dispuestas a descubrir la identidad catalana en su máximo apogeo. Después de este esclarecedor inicio, donde Allen deja claro el tono distante con respecto a la historia que se dispone a narrar, la historia sigue aquellos derroteros que han caracterizado su obra a lo largo de las últimas décadas, una lucha de sexos donde el intelecto (y la confusión provocada de todo ello) no se muestra arisco con respecto al desarrollo de la emoción, apuntalado en esta ocasión por un retrato lleno de cinismo con respecto a la pasión. Esta doble postura, presente en las mejores obras del cineasta, vuelve a dejar claras sus intenciones con respecto al análisis de una sociedad en lucha permanente con respecto al conflicto entre el desarrollo del sentimiento y la colisión interna que ello conlleva ante la creciente tendencia a la dispersión en el humanismo del siglo XXI.

Lejos de caer en la alusión redundante a los tópicos de una cultura, y siendo completamente consciente de su desconocimiento idiosincrásico sobre la sociedad que está tratando, Allen opta por el camino más inteligente, como es habitual en él, partiendo de una serie de tópicos vistos a través de los ojos de las dos turistas norteamericanas. En esta ocasión, no existe alusión al arquetipo cultural por dejadez de su creador, sino un retrato satírico sobre la iconografía que se le presupone a toda sociedad por parte del nuevo visitante, visto siempre a través de los ojos de todo turista incapaz de distinguir la alusión regional de la estatal (de ahí que en la maraña de influencias asociadas a la cultura catalana existan siempre punzantes alusiones plenas de sarcasmo a otras regiones de nuestro país). Consciente de este hecho, y también del desconocimiento del americano medio con respecto a la mayoría de culturas, Allen ofrece su discurso desde el punto de vista socarrón, fusilando sin piedad todo tópico cultural que se le ponga a tiro, entendiéndose además, desde la distancia que le provoca el saberse conocedor de este hecho y admirador de las diversas culturas europeas (que no europeístas, como ha demostrado en más de una ocasión).
Su visión conceptual del amor y las relaciones tortuosas adquiere su punto álgido a través de los dos intérpretes españoles. Mientras Bardem (sencillamente estupendo) resulta el catalizador interno de las pulsiones escondidas de las dos turistas norteamericanas, Penelope Cruz (algo histriónica a pesar de su acertada caracterización) se transmuta en el "macguffin" existencialista de todo el relato, dirigiendo el desarrollo de la acción tanto cuando aparece en pantalla como cuando su alusión es indirecta, provocando las reacciones del resto de personajes en uno u otro sentido. Este hecho, lejos de condicionar el desarrollo, lo enriquece, y dota de lógica interna un relato que en caso contrario hubiera quedado como un muestrario de conflictos internos sin un nexo común más allá de la ligereza de un periodo vacacional.
La gran capacidad de su director para la creación de diálogos permanece intacta, y añade más valor si cabe a la acertada elección de actores, un hecho que de tan persistente puede pasar desapercibido pero se antoja de una vital importancia en el cineasta neoyorkino, dada su habitual tendencia, una vez más, a obviar en cierta manera un tratamiento trabajado de la puesta en escena, siempre tan teatral y pendiente del actor como algo ligera y convencional.

La carta de amor que ofrece Allen a la capital catalana se muestra como un soplo de aire fresco y vitalista, recuperando esencias que hace muchos años que no se veían en su cine (se trata de su mejor obra en territorio europeo después de la estupenda "Match Point"), captando de manera notable la esencia mediterránea en todo su esplendor, en un discurrir que formaliza en imágenes esa tendencia de bon vivant que precede al individuo amarrado de manera indisoluble a la vida cultural de la región. Su visión satirizada de la imagen creada con respecto a este individuo tipo, no esconde en absoluto el profundo respeto y admiración que desprenden unas imágenes a modo de postales bucólicas que enriquecen el relato, más que condicionarlo. No buscaba Allen ofrecer un recorrido cultural y exhaustivo de un modo de vida, sino la sátira sutil creada a partir de ese tópico, visto a través de los ojos "ignorantes" de los extranjeros en una región.
Si en obras ya míticas de su creador como "Stardust Memories" (1980), "Interiores" (1978) o "Sombras y Niebla" (1992) Allen reverenciaba a cineastas de la talla de Fellini, Bergman o Lang (es de sobras conocida su admiración y devoción por el cine europeo), tras ver "Vicky Cristina Barcelona" habría que añadir otro nombre a esa larga lista de influencias en forma de decálogo referencial del cual parte el menudo cineasta, y es que todo el tono del relato recuerda sobremanera a los obras primerizas del genial Eric Rohmer, aquellas que durante los 60 y principios de los 70, mediante un tono de aparente calma y ligereza visual pero de gran perspicacia intelectual, establecían unas bases narrativas donde la definición moral de sus protagonistas condicionaba sus resoluciones, en unas historias repletas de sinceridad con respecto a la banalidad de la palabra con respecto a la emoción.
Allen nos ofrece uno de los mejores discursos vitalistas de los últimos años, donde la influencia de tonos rohmerianos no esconde más que la acertada alusión a lo esquivo de los sentimientos, mediante un retrato satírico de la visión partidista de las culturas ajenas.

DEATH PROOF







“Grindhouse” nació como un sincero homenaje, un proyecto que hermanaba dos películas en una, al estilo de las sesiones dobles que disfrutaban los jóvenes hace treinta o cuarenta años, agazapados en las butacas de los cines de la época o abrazados a su pareja en los típicos autocines norteamericanos. Sin embargo, los odiados/admirados/temidos –según a quién se pregunte– hermanos Weinstein, la poderosa pareja de productores que maneja no pocos hilos en Hollywood, han hecho añicos el proyecto, al menos en el Viejo Continente, tras su fracaso en la taquilla norteamericana. La ambición económica les ha movido, incapaces de respetar un experimento que no les ha reportado el pelotazo económico que ellos auguraban; aun así, recaudó más de treinta millones en Estados Unidos en sus dos primeras semanas, lo que garantizaba una segura amortización de los poco más de cincuenta que ha costado realizarla. Ni que decir tiene que los falsos tráilers de Eli Roth, Rob Zombie y Edgar Wright, que adornan el intermedio, habrán de esperar al DVD, aunque la presentación de “Machete”, futuro proyecto de Robert Rodriguez con Danny Trejo como protagonista, acompaña la proyección cinematográfica de "Planet Terror".



Lo primero que hay que señalar a la hora de referirse a “Death proof” es la valentía de Quentin Tarantino. Desde que Wes Craven “revitalizara” el subgénero del killer on the loose con “Scream: Vigila quién llama” (1996), hemos vivido una constante revisión de clásicos que se han venido adaptando a los gustos de una nueva generación de jóvenes espectadores hasta el punto de que mastodontes de la industria como Michael Bay han descubierto lo rentable de financiar remakes de los títulos junto a los que todos crecimos, como “La matanza de Texas” (Tobe Hooper, 1974), “Terror en Amityville” (Stuart Rosenberg, 1979) o “Carretera al infierno” (Robert Harmon, 1986). Rupert Wainwright –"Terror en la niebla" (2005)–, Alexandre Aja –"Las colinas tienen ojos" (2006) o la próxima “Piraña” (2008)–, John Moore –"La profecía" (2006)–… todos se han apuntado a un carro que daría material para escribir un volumen de 300 páginas, si atendemos a lo que está por venir. Pero estas nuevas adaptaciones beben de una estética moderna y de los últimos avances tecnológicos, buscando un consumidor rápido y moderno, que por su juventud desconoce en muchos casos los orígenes de lo que acontece ante sus ojos. Y aquí es donde Tarantino se distancia del resto: “Death proof” se inspira tan directamente de los clásicos que homenajea que, para disfrutarla enteramente, es casi imprescindible haber visto un buen puñado de títulos de bajo presupuesto de los años 60 y 70, referencia sin la que más de un espectador se siente perdido ante el aparente sinsentido que está presenciando.
La historia se centra en Stuntman Mike –maravilloso Kurt Russell, que posiblemente no disfrutaba tanto de un papel desde los tiempos de gloria de Snake Plissken–, un curtido especialista de cine que ha dejado la profesión para dedicarse a exterminar jovencitas descuidadas a las que atropella inmisericorde con su portentoso Dodge Charger negro. No hay complicaciones en la narración ni en el argumento, todo se centra en el carisma del psicópata y en la actitud de las víctimas. Puramente tarantinianos son los largos planos alrededor de las mesas de pubs de carretera en las que los personajes charlan sin parar, conversaciones fluidas que recuperan en ocasiones los mejores momentos de “Reservoir dogs” (1992) o “Pulp fiction” (1994), y que conllevan la que tal vez sea la mayor traba de la cinta para el espectador meramente comercial: su duración, ligeramente superior a las dos horas, un metraje obligatoriamente hinchado para poder ser estrenado como película independiente de su hermana "Planet Terror". Quien busque acción, la va a encontrar, pero muy dosificada y extrema, cuando ésta llega; y cuidado con las femmes Rosario Dawson, Tracie Thoms y Zoë Bell, sacadas directamente del legado del Russ Meyer más desbocado. Pero para el ojo avezado, cada minuto es un festín cinéfilo y cinéfago. Fragmentos de bandas sonoras de giallos italianos como “El pájaro de las plumas de cristal” (Dario Argento, 1970), incontables carteles de películas –entre las que citaremos como ejemplo extremo la española “El límite del amor”, dirigida por Rafael Romero Marchent en 1976 y protagonizada por Charo López–, detalles –la matrícula del coche del asesino es la misma que la del Ford Mustang de Steve McQueen en “Bullitt” (Peter Yates, 1968)–, frases textuales –el poema de Jungle Julia, sacado de “Teléfono” (Don Siegel, 1977)–, apariciones estelares –James y Michael Parks, padre e hijo en la vida real y que ya pudieron ser vistos en el mismo papel en "Kill Bill: Vol. 1"(2003)–… un compendio sería casi inabarcable, un festín pergeñado por alguien que ha pasado muchas tardes, y muchas noches, devorando cine.
La obsesión por sus raíces es tal que Tarantino calca incluso ese elemento que convierte al cine psicotrónico en único: los fallos y errores, los saltos de tiempo, los desvaríos de raccord tantas veces provocados por la falta de presupuesto, por la ineptitud de los realizadores o por lo pésimo de los actores, que para quienes gustamos de este cine son virtudes que convierten cada obra en algo más que un divertimento, y que han transformado éste en el género de culto por excelencia. De este modo, la copia parece estar dañada, hay saltos de rollo en momentos clave –en la mejor tradición de William Castle–, los colores van y vienen y la música sube y baja a su antojo. Si no fuera por algún teléfono móvil y un reproductor MP3 que utilizan los personajes, parecería un viaje en el tiempo en toda regla. Spaghetti western, xploitation, blaxploitation, giallo, persecuciones en plan cannonball… demasiada serie Z para un espectacular experimento que, tristemente, no va a cuajar en taquilla en ninguna parte como sus creadores pensaban, mucho menos en versión doblada. Lo que esperamos es que la edición en DVD sea una delicia que respete el espíritu del proyecto, algo que debería ser una imposición para los implicados en la producción. Porque si todos hemos disfrutado, en mayor o menor medida –cuestión de edad, principalmente–, de los títulos a los que “Death proof” homenajea, no menos importante es el tiempo que hemos pasado rebuscando en las polvorientas estanterías de los videoclubs de nuestro barrio al encuentro de esa joyita que nos hiciera disfrutar de una noche de palomitas acurrucado en el sofá.

CRITICAS CLASICAS: Apocalypse Now




La única salvación es el cine




El artista es el sacerdote de la belleza, entendiendo por bello aquello que emerge de la necesidad emocional interior. Para lograr que la obra funcione no debe desconocer que todos sus actos, sufrimientos, ideas, preocupaciones, integran la frágil, y también poderosa, substancia de sus obras. Coppola, un director ostensiblemente genial, refleja el mundo de hacer cine como una aventura pavorosa y pasional. Queda claro que su arte nace de una necesidad, de un vacío, de una busca desequilibrada por la reformación de un ritual iniciático.
Apocalypse now (AN) es el film más importante de nuestra época. Han pasado ya 25 años de su estreno y aún nos cuestionamos si se ha entendido. Si se ha comprendido siquiera su acumulativa obsesión por demostrar el destino del legado cultural de Occidente. Si su condición genial de testamento resumen de una civilización en ruinas era apenas la superficie de todo lo revelado, ¿se continuó analizando y repensando? ¿Se habrá querido ver como documento representativo sobre el fin de la utopía moderna? ¿Nos habremos dado cuenta de todos los problemas que AN nos planteó, tanto éticos como estéticos? ¿Habremos entendido que una de las funciones de AN era hacer que los acontecimientos de Vietnam que le dieron origen y diégesis, se tornasen irreconocibles? ¿Se habrá constatado que AN trabajaba con la invocación, con la revelación del mito como oportunidad para pensar, pensarse y pensarnos? ¿Habremos estado a la altura necesaria, o a la profundidad suficiente, para poder asimilar, interpretar y reconducir todos sus estratos míticos-simbólicos hacia una hermenéutica del cine respecto de la condición humana? Las condiciones siguen allí. Entonces, ¿Qué habremos entendido de AN los que hoy seguimos admirándola?
Algo parece haber quedado claro: AN es, además, la película religiosa y moral por excelencia. Es la última posibilidad de configuración de lo religioso occidental, desde lo cultural representativo. Coppola, quizás el más grande director de todos los tiempos, nos demuestra que el cine es el arte por antonomasia de nuestro tiempo, el catalizador del destino trágico del hombre. Mediante su discurso accedemos a pensar por analogías, a relacionar. Por medio de la repetición, de la correlación, AN nos permite conocer ciertos estadios, al recordarlos por ciertos procedimientos míticos. El mensaje de AN es que estos procedimientos deben ser cada vez más manifiestos, cada vez más desmesurados para que puedan filtrarse en el magma imaginario de la modernidad. A través de AN entendemos no solamente todo el cine que la precedió, también comprendemos la tarea desproporcionada que el arte se encomendó respecto de la historia y la cultura, debido al vacío al que la época lo expuso. Nos propone un manual metafísico al que le ha realizado ciertos subrayados para que entendamos qué está pasando. Para salvar los malos entendidos, Coppola nos indica que la única salvación (individual) es el cine. No para un nivel de superación, apenas de contención. El cine aparece con El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915), establece los lineamientos a seguir, resume los postulados estéticos del siglo XIX y los traslada hacia un nuevo saber. El eje se constituye con Orson Welles, y sus trabajos de contemplación ontológica, y la etapa se cierra con AN, sumario de representaciones para dar lugar al nacimiento de una revelación.
Willard (Martin Sheen), el discípulo, el iniciado, es la metáfora de la derrota del pensamiento racional, de las líneas rectas y los hitos, a manos de la sinuosidad del pensamiento mítico. Willard experimenta el encierro al que lo lleva la racionalidad, a través de los avances y retrocesos a lo largo de su viaje. Se da cuenta que no estaba preparado para el laberinto, su saber era parcial. En su regreso a la unidad, Willard va sufriendo la escisión de lo secreto, reconociendo que aquello que formaba su mundo era una artificio. Lo "secreto" no puede contenerse en el "top-secret" del documento entregado por el ejército. Falacia que adquiere sentido, en su encuentro cara a cara con Kurtz.
Se viaja mucho en AN, físicamente y por la memoria. De ese viaje deriva una salida, un paso hacia otro lado. Quizás sea la locura, pero hay una salida, por más demencial y monstruosa que sea. Mucho más pesimista fue la siguiente película de Coppola, One from the heart, donde no había salida de lo cotidiano, ni siquiera de los decorados. Kurtz (Marlon Brando) es excesivamente genial y excesivamente espantoso. Como EEUU, un gigante con los pies en el (literalmente) barro. Construyó un palacio en la selva, un Xanadu, algo más grande que la vida cuyo destino era paródico. Kurtz es anacrónico, tiene ideales inconcebibles (para la mayoría) y la época no acepta tanta grandeza trágica. La soledad de Kurtz, como la de Kane en El Ciudadano, es la soledad del héroe que no puede vivirse como tal, a pesar de su impulso de grandeza, porque la realidad hace que esos sueños se conviertan en pesadillas. Tratan de convertir ese mundo en metáfora, de preservar aquello que pueda perpetuarse: Rosebud, Willard, los fundamentos de lo trágico, el cine. En contraste con todo lo que emana de Kurtz están l os actos de las conejitas, los soldados de Kilgore, los que se oponen a Kurtz, el ejército, todos son deshechos, residuos culturales que actúan a partir de los remanentes de algún ceremonial, como si fuesen oficiantes de un culto sin religión. La magnífica escena del ataque al poblado, con la Cabalgata de las Valquirias, es sintomática de lo que Coppola piensa del mundo. Kilgore y sus despistados soldados no saben ni se preguntan qué están haciendo, es más, no saben qué significa esa música que ponen en los altoparlantes, ni saben de sus fundamentos. En realidad la música debería ser para Kurtz, pues en la mitología nortegermánica son personificaciones que vuelven de la muerte en rápidos corceles corriendo a través de las nubes y simbolizan la honrosa muerte del guerrero. Es decir, entronizan la condición heroica ante el albor de una nueva era.
"¡El horror, el horror!" se dice en una escena clave. Mentando lo innombrable, el verdadero horror es no poder salir, perpetuar el ciclo de la insubstancialidad. La primera imagen del ventilador de techo visto por Willard, es la imagen de la exasperación de lo circular, de la repetición. Por eso no basta un horror, se repite la frase dos veces: "el horror, el horror". Es el horror de la repetición, de la negación de la salida de esa recurrencia. El horror de caer en lo insignificante, en lo intrascendente. Pero también la repetición da paso al ritual. Una vez iniciado, el discípulo manifiesta su nuevo estado mediante el ritual. "El horror" puede ser también provocado por una revelación súbita, por acceder de manera directa y sin escalas a lo abisal, a la apabullante sabiduría de lo insondable. AN es un ritual de iniciación dentro de otro, como una caja china iniciática. El externo, quizás el menos obvio, es para nosotros, es nuestra razón de contemplación. Cada nueva visión de AN nos propone poner nuestra credibilidad intuitiva en una puesta en presente que nos permite purgar las pasiones en un lugar simbólico.
Kurtz debe luchar contra residuos, ideales pervertidos, inclusive, y por extensión, Coppola nos muestra que también debe luchar contra la fatal falta de entendimiento de AN. Hay una intencionalidad de Coppola, porque en AN su mundo se note más, con el riesgo de caer en la mera interpretación estetizante. Para ello recurre a la suma de todas las manifestaciones culturales de Occidente, desde las Valquirias hasta las conejitas de Playboy, desde lo operístico hasta el género bélico. Hasta pareciera que la técnica usurpase el lugar de la puesta. Todo ello es un recurso para trascender el género, para trascenderse a sí mismo. El resultado es de una renovación total, como el puente de Dou—Long que debe ser recreado una y otra vez. Esta metáfora indica que el arte no puede ser soporte eterno sino sistemático, de conscientes conquistas parciales que deben revalidarse continuamente. El hecho estético entendido, connota la peligrosidad de manifestar su vocación terminal de aprehensión. Es como un don que nos es dado mediante el arte y el cine, y al mismo tiempo la cara oscura de ese don nos es advertida. Lo cultural también corre el riesgo de olvidarse, nos dice Coppola, entonces por el absurdo, con efectos especiales y explosiones, AN nos revela que la memoria de lo aprendido y su puesta en presente es responsabilidad continua del arte. Sobre todo del arte contemporáneo. Luego de trescientos años de modernidad, AN viene a despertarnos del mito perverso, invertido, de hacernos creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles. El arte se mezcla inextricablemente con la vida. A lo mejor, sugiere Coppola, si su obra estuviera mínimamente entendida, se podría gobernar al mundo con una mezcla de Kurtz y Corleone, o por lo menos existiría esa tentación. Visto el don más humano de la ética trascendida según esta estética, existiría esa posibilidad y ese riesgo. El conocimiento de algo en el sentido intelectual estético, en lo intuitivo, en la memoria filosófica de todo arte servil, no puede llevarnos a dictar reglas, leyes para administrar lo cotidiano. Es la amenaza de lo mecánico, de lo utópico, de incorporarlo como valor. Cesarían las lucubraciones, comenzaría otro grado de locura, no nos haríamos más preguntas, la obra no tendría trascendencia porque estaríamos inmerso en ella. Aquí es donde también actuaría el arte para promover la dialéctica de la memoria y del olvido. Para poder seguir viviendo. AN nos desorienta, pareciera tentarnos en ese aspecto de vivir estéticamente, pero nos da las suficientes pistas para encontrar sus secretos o al menos hacernos conscientes de la existencia de esos secretos y volver a consumirnos en tal dialéctica. AN (y por supuesto la obra posterior de Coppola, particularmente One from the heart, Gardens of Stone y Tucker) nos indica que no nos quedemos aferrados a AN. El arte necesita una instancia fragmentaria para darse cuenta de la totalidad. Esas instancias hacen que el artista no caiga en la seducción de lo deslumbrante y grandilocuente. Reflexión que AN pone en primerísimo plano a través del uso de contrapuntos y matices en la puesta en escena. Los elementos actúan para decir que todo es más complejo que lo que se piensa, pero al mismo tiempo la puesta es más didáctica, más sensible con el espectador. Mediante esos recursos (que abundan en AN) es que se puede lograr la síntesis y la continuación de una totalidad. Interpretación que quedó clara a partir de la versión Redux del film. Esto no debe confundirnos en la interpretación de gestos mínimos como inferiores. Más bien lo que se propone es una transitoriedad, una traslación hacia la superficie de la pantalla de una variedad tonal y de distintos niveles de registros, donde esas parcelas actúen en conjunto, favoreciendo esa intención de integridad. O para entendernos más linealmente, sería la diferencia entre sorprender y recordar. Coppola sabe que el ruido de las explosiones no debe ocultar el eco de su propia voz.
Acabamos de ver Apocalypse now. Ya no hay más secretos. Todo es real y todo es público. Los fantasmas andan sueltos, los puentes se caen y se levantan, los símbolos son tan bellos como terribles. Luego de Apocalypse now han cesado las preguntas.