ENEMIGOS PUBLICOS:


CALIFICACIÓN: * * *

Michael Mann es el mejor ilustrador de la vida en las sociedades ferozmente capitalistas. Las grandes urbes desconectadas, cuya incapacidad por conjuntarse define el desarraigo de sus personajes. Los pequeños villanos que se asimilan a la masa —como el Vincent (Tom Cruise) de Collateral (2004)—, porque, a diferencia del héroe, han conseguido adaptarse a su espacio, erigiéndose como ciudadanos con dobleces morales. Los rostros, marcados y viriles, en cuyas hendiduras encontramos la esencia del cine del realizador de Chicago: una exaltación visual de la violencia y la masculinidad; una apuesta moralmente pragmática, que detecte las fallas de nuestras creencias, anhelos e inseguridades; y una profundidad dramática que, inesperadamente, surja cuanto más distanciada y vaciada esté la propia narración de los sentimientos de sus protagonistas. En definitiva, un escenario aplastantemente erótico —porque no cesa de estimular nuestros sentidos a través de la elección de imágenes gradualmente más colosales, inabordables, de una belleza en pugna entre lo efímero y lo duradero— que revela las carencias emocionales de una generación. Unos hombres en el crepúsculo conscientes de que su condición —de héroes, de inconformistas, de solitarios o inadaptados— «no se ajusta a lo que la sociedad demanda: una figura que la haga progresar».

Si algo enlaza al John Dillinger (Johnny Depp) de Enemigos públicos con el Neil McCauley (Robert De Niro) de Heat (1995) o el Sonny Crockett (Colin Farrell) deCorrupción en Miami (Miami Vice, 2006) es su actualidad; vivir el hoy sin pensar en el mañana. El tiempo corre vertiginosamente para Dillinger cuando percibe la soga alrededor de su cuello; cuando percibe que la persecución a la que le somete Melvin Purvis (Christian Bale) transformará sus experiencias —su romance con Billie Frechette (Marion Cotillard)— en efímeras vivencias marcadas por un abrupto final. Tal y como sucede con la relación entre Sonny e Isabella (Gong Li) en Corrupción en Miami, John y Billie corresponden a la idea de un amor fugaz e intenso —aunque las partes centrales de éste nunca sean narradas— tan potente como las imágenes que desprenden: Billie siendo vejada por uno de los oficiales de Purvis; John observando en posición de espectador externo la detención de su chica sin poder/querer hacer nada. Un matiz este último que retrata la impotencia que embarga a los personajes de Mann en su huida hacia el abismo, en su contradicción entre vivir la actualidad o ser arrollados por ésta.

Redescubriendo América

Aunque apegado a su forma contemporánea, Michael Mann define el mundo de los 30′ como un ejercicio de redescripción histórica; como si esa década fuese liquidada de los libros de historia de los Estados Unidos y, a renglón seguido, fuese reformularse en unos nuevos términos. Así, Chicago resucita de noche en los grandes salones, mientras de día es símbolo del capitalismo incipiente en los múltiples bancos paulatinamente saqueados. Es la dialéctica entre una ciudad manifiestamente muerta cuya inyección económica genera enemigos públicos contradictoriamente —porque atacan, aunque acaben siendo sus víctimas, al corazón del capital— aclamados por sus ciudadanos, que, no obstante, aplauden también la caza humana emprendida por Purvis y el FBI. Tal vez porque, de una parte, la existencia de Dillinger representa una autonomía perdida en el interior de un sistema social dependiente del trabajo, que marca una diferencia insalvable entre las clases sociales; y, por otro lado, porque la vulneración del statu quo que lleva a cabo Dillinger provoca la irrupción de Purvis en el imaginario colectivo: el héroe que reestablezca el orden. Esa misma dialéctica que marcaba la pauta entre Vincent y Neil en Heat, Max y Vincent en Collateral o Sonny e Isabella en Corrupción en Miami. En otras palabras, la impresión de que Mann escarba en la Historia de EE.UU. para reflejar una naturaleza subyacente, libre de cualquier contingencia, que permanece visible en sus últimos thrillers. La justificación de todo ese proceso que le ha conducido hacia el pragmatismo salvaje de las grandes metrópolis, como Los Ángeles… o Chicago, años 30′.

Enemigos públicos es una película violenta y viril. El HD capta con dolorosa precisión el fuego de los subfusiles, la crudeza de los atracos, persecuciones o emboscadas, así como la agresiva fisicidad de los cuerpos muertos destrozados por las balas. Nos sitúa en un contexto masculino, porque la pasión puede sobre la razón y sus hombres se sumergen en un primitivismo en el que lo social parece difuminarse a cada momento. Purvis, el paradigma de los nuevos métodos de investigación policial científica, es inicialmente presentado como un cazador —en la más material de sus definiciones— que no descansa hasta acabar con su presa, Pretty Boy Floyd (Channing Tatum). Es un asesino, pero aparece ante nuestros ojos como un representante de la ley. En contraposición, los atracos de Dillinger contemplan un código férreo meticulosamente planificado con la intención de cumplir el objetivo sin tener que sacrificar vidas humanas. Sin embargo, ambos ocupan los lados opuestos de la moneda y, a la vez, son exonerados, respectivamente, por la torva y maquiavélica figura de J. Edgar Hoover (Billy Crudup) y la brutalidad sin freno de Baby Face Nelson (Stephen Graham). Quizá, porque a diferencia de estos últimos, Dillinger y Purvis conservan un sentimiento de piedad que las grandes corporaciones, instituciones, etc. irán erosionando hasta convertirse, lisa y llanamente, en el Estado. Por eso, ambos devienen figuras trágicas, conscientes de que su espacio es constreñido por fuerzas superiores —en el caso de Dillinger, por la forma de conducir el crimen de gangsters como Frank Nitti— que buscan agotarlos en sus propios roles.

Héroes y villanos; medios y fines

En la carrera de Michael Mann héroes y villanos han peleado por continuar existiendo con la sociedad contemporánea como cuadrilátero. No obstante, desde Heat ese combate ha ido declinando hacia una pregunta: ¿Hasta cuándo tendrá sentido continuar con esa lucha? Ya no se trata de reequilibrar el orden social para sacar a flote los pequeños núcleos —la familia— que lo constituyen (Heat); tampoco para autoafirmar nuestra condición en el seno de una sociedad indiferente y alienada (Collateral). El final deCorrupción en Miami mostraba al héroe en tránsito de desaparición por su debilitada funcionalidad; por pertenecer a un tiempo construido sobre lo aparente que atiende a otras necesidades humanas; pasajeras e inestables como el amor, pero reñidas con su condición. En Enemigos públicos la frontera entre héroe o villano es tan vaga como inútil su formalización en conceptos rígidos. De nuevo, es Dillinger el enamorado y Purvis el personaje obsesionado por cumplir un objetivo que, por supuesto, acabará con él: reequilibrar el orden. Al fin y al cabo, ¿cómo matar al villano si precisamente es él la única conexión que establecemos con la sociedad? La única que comprende la condición de héroe, el sacrificio por vigilar la normalidad; la que mantiene con vida y no hace obsoleto a Purvis.

Final de trayecto

El final de Enemigos públicos supone una terrorífica coda al cine según Michael Mann. Mientras liquida al héroe, ahogándolo definitivamente en las aguas de una sociedad fiscalizadora; muestra el silencio de un hombre —y la analogía con Melville no es caprichosa— en los últimos instantes a su muerte como víctima. De este modo, Mann abre un horizonte nuevo sobre su cine mientras exhibe el cadáver de su protagonista ante la catatónica mirada del héroe, que nunca más volverá a ser el mismo —tanto, que el propio Purvis desaparece del epílogo y es Winstead (Stephen Lang) su reflejo. Cuando el tiempo se agota, tan sólo resta el recuerdo de lo efímero, que es lo que alguna vez nos hizo sentir vivos.

CELDA 211: ROZANDO LA PERFECCCION CARCELARIA




VALORACIÓN: * * * *

Para quienes, como el firmante de estas líneas, están seriamente preocupados por la situación sociopolítica de España, el filme que nos ocupa es un síntoma que confirma las poderosas corrientes subterráneas de insatisfacción que existen en la sociedad. La película, basada en una novela de Francisco Pérez Gandul, que narra el desarrollo de un motín carcelario en una prisión de reclusos de especial seguimiento, viene a decirnos, ni más ni menos, que el sistema que nos gobierna (al margen de sus colores) es capaz de cualquier cosa para autoperpetuarse.

Celda 211 tiene el gran mérito (por lo arriesgado del empeño) de lograr al mismo tiempo el tono de un thriller notable y una profundidad política cuya complejidad no podemos desentrañar por completo en la brevedad de estas líneas. Daniel Monzón había demostrado ya en La caja Kovak (2006) su habilidad para generar tensión y templar con tino el ritmo narrativo, pero la debilidad del guión impedía conocer sus verdaderos límites como cineasta. Celda 211 confirma que, con un buen argumento y un guión trabajado, esos límites pueden encontrarse lejos.



En este caso, ese guión (firmado por él y por Jorge Guerricaechevarría) nos trasladan la imagen de un Estado que, a través de una Administración torpe, burocratizada, desmotivada e ineficaz, basa su funcionamiento en el engaño, la manipulación, la traición a sus funcionarios, la represión violenta y, de ser necesario, la tortura y el asesinato. Juan (Alberto Ammann) es un funcionario de treinta años que ha acudido a su trabajo un día antes de lo obligado para ponerse al día, y se ve inmerso de lleno en un motín; aprovecha la confusión para hacerse pasar por un recluso, única opción que, inteligentemente, encuentra para sobrevivir. La maquinaria del Estado, que aprovecha esta circunstancia para tomar ventaja en la gestión de la crisis, no sólo le abandona a su suerte, sino que, mediante una brutal represión policial en las puertas del penal, asesina a Elena, su mujer embarazada (Marta Etura).

Celda 211 llega a dos conclusiones, entre tantas, escalofriantes: que no merece la pena ofrecerle al sistema un solo minuto de tu tiempo, más del necesario, porque cuando tú necesites al sistema, no va a estar ahí; y, sobre todo, y más terrible, que es el propio sistema el que te empuja hacia sus márgenes, obligándote a ponerte en su contra y eliminándote después si lo estima oportuno para su supervivencia.

Como decía más arriba, los matices serían muchos y no podemos detenernos, pero es justo afirmar que el discurso político de Celda 211 es uno de los más demoledores que he visto en una pantalla contra el funcionamiento de nuestro Estado. Además de su notable eficacia como thriller y de su excelente perfil como cine político, la película contiene rasgos añadidos de un interés extraordinario como, sobre todo, su estudio del liderazgo, mediante las relaciones entre Juan, Malamadre, el líder del motín (Luis Tosar) y Apache, compinche pero rival de Malamadre (Carlos Bardem); Malamadre representa al líder carismático que logra fácilmente el apoyo de sus correligionarios, Juan al líder verdadero que mueve los hilos en la sombra mediante su privilegiada relación con el líder carismático, y Apache al líder frustrado cuya única ambición es imponerse por el medio que sea. Un apunte psicológico y social interesantísimo cuyo análisis en profundidad ayuda a comprender el desarrollo completo del filme. Tampoco carece de interés una reflexión que sobrevuela durante todo el metraje, aunque el guión no se detenga en ella porque quizá no dé para más: cómo puede cambiar nuestra vida en un minuto, por una decisión, por el azar o por ambas cosas.



No me detengo en el trabajo de Tosar porque creo que otros ya lo han hecho y harán en demasía: realiza un trabajo excelente y confirma que es un actor que se toma su profesión muy en serio (desde hace tiempo); aunque he de decir que este año me quedo con la matizadísima y extraordinaria interpretación de Antonio de la Torre en Gordos, mucho más compleja en mi opinión. Lo que sí es reseñable es un casting ajustadísimo, donde sólo Alberto Ammann genera algunas dudas, pero en el que todos encarnan a la perfección el perfil asignado (con especial mención a quienes son funcionarios del Estado: Resines, Solo, Morón).

Claro que Celda 211 tiene debilidades: el hecho de que Malamadre confíe tanto (para considerarle su mano derecha) y tan pronto en quien cree un recluso recién llegado, es poco verosímil; que los funcionarios de la prisión no corten la señal de televisión a los amotinados hasta la mitad de la película, también; y las pequeñas trampas del guión para que empaticemos con Malamadre se hacen éticamente demasiado incómodas. Pero en el tratamiento de todas estas aristas peligrosas se adivina una inusual habilidad para orillarlas, para que no cobren un protagonismo que hubiera sido letal, y se acaban convirtiendo en fallas menores, por las que nunca se desliza, diluyéndose, la potencia discursiva y narrativa del filme.

Que la suma de un buen guión, un buen casting, unos buenos actores y un buen marketing hacen una película, a la vez, de calidad y de éxito, parece una verdad de Perogrullo; pero no es una fórmula matemática, ni para el cine español ni para el extranjero. Monzón lo ha conseguido. Será más difícil convencer de que Celda 211 es mucho más que una película de género, porque, por el momento, las pocas concesiones que se le hacen a nuestro cine pasan por ser «películas refrescantes de prometedores debutantes», «eficaces filmes de género», «radicales obras de autor al margen de la industria» o «superproducciones que no parecen españolas». Es mentira. También se hacen películas importantes, sólidas, serias, de altura. Esta es una de ellas.


PAGAFANTAS ESA GRAN REALIDAD!!!



VALORACION: * * *

“Pagafantas” nunca pretende la reinvención de la comedia, sino más bien una adhesión a distintas formas de la misma que encuentra el camino a la gloria en un torpe diálogo de screwball, un eficaz gag visual o una escena de sitcom.

“Pagafantas” es el triunfo de una comedia que tanto bebe de la ficción televisiva como de la screwball comedy, que tanto sabe incorporar el humor dialéctico más clásico como los greatest hits del sketch más renovado. Es “Vaya semanita”, es “Muchachada Nui” y es Howard Hawks machacando el solapamiento del diálogo, dando a su irresistible heroína la fuerza ciclónica que trae de cabeza al sufrido antihéroe de un Judd Apatow sin una pizca de clemencia para con su personaje. Pero sobre todo, “Pagafantas” es una película con extraordinarias dotes para conectar con una generación, con el pagafantismo como sentimiento universal y personal del que todos fuimos alguna vez víctimas (los créditos finales ponen cara al sufrimiento anónimo), del que ahora nos vengamos a costa de todo un campeón del patetismo en la pantalla.



A diferencia de Apatow, Borja Cobeaga no otorgará la salvación a su protagonista, no dará margen a la auto-indulgencia ni encontrará la necesidad de volver a un orden que nunca ha existido en la vida de Chema (Gorka Otxoa). Es decir, Chema está condenado al pagafantismo perpetuo (incluso a preferirlo al anodino orden vital que de él se espera), a no aprender de los errores que le impiden el acceso al corazón de Claudia (estupenda, arrolladora Sabrina Garciarena) y, por ende, a sufrir cotas inhumanas de crueldad. Y de tal conclusión se extrae la mayor virtud de la cinta: el pagafantismo no da opción alguna a los derroteros habituales de la romcom ni a sus finales indefectiblemente felices, sino a un nivel más alto de la comedia que se conforma con el heroico día a día del perdedor eterno (eternidad confirmada en el personaje de Óscar Ladoire).



Este debut en largo de Cobeaga nunca pretendió una reinvención de la comedia, sino más bien un reciclaje de ideas, una adhesión a las distintas formas de la misma que encuentra el camino a la gloria entre el diálogo de screwball, rediseñado desde la torpeza, y la eficacia del gag visual (el atropello por el vehículo de limpieza). O, por qué no, una brillante escena de sitcom (la fiesta sorpresa) que se alterna con una inusitada kubrickiana (el encuentro en el pasillo con la Sra. Begoña). En cualquier caso y para cualquiera de sus victorias, resulta aquí fundamental Gorka Otxoa, impagable encarnando al pagafantas por antonomasia, siempre creíble en su rol pese a la escalada de dolor emocional y físico a todas luces inhumano. Pero también imperdibles los secundarios compuestos por Julián López y Ernesto Sevilla, el primero como conformista compañero de fatigas, el segundo como accidentado primo de Elche.

AMENABAR NOS HACE PENSAR UNA VEZ MAS




VALORACION: * * * *
No tarde mucho en ver lo nuevo de uno de los grandes del cine actual, el gran Alejandro Amenabar que sorprendiendo a propios y extraños ha realizado un magnifico Peplum, desde aqui una sincera enhorabuena a Telecinco por el gran trabajo que estan realizando haciendo produciones de enorme calidad con directores de enorme prestigio, algo contraproducente si vemos la Tv que realizan.

«Ágora» es una película monumental y ambiciosa en lo grande e íntima y expresiva en lo pequeño. Se ve y se curiosea por la Alejandría del siglo IV casi como si se hubiera aterrizado en ella, y se atisba y se descubre la personalidad de alguien insólito allí, pero cierto, una mujer llamada Hipatia, neoplatónica, astrónoma y geómetra, una mujer real y olvidada que se sitúa en el centro, y como víctima, de un litigio de siglos, tan coetáneo al hoy como al entonces y, probablemente, como al luego; la guerra eterna del pensamiento entre el corazón y sus extremidades: sectarismo, radicalismo, fundamentalismo o fanatismo, envuelto en cualquier trapo o creencia, y que en esta película coincide con un periodo histórico en el que el cristianismo pasaba de perseguido a perseguidor en aquel crisol de culturas, saberes, ignorancias y religiones alrededor de la idea de la más grande Biblioteca del mundo.

Amenábar lo quiere mostrar todo, lo monumental (el Faro) y lo mental (los ideales), y su cámara cae allí como un meteorito para que veamos el lugar de los hechos en una fastuosa reconstrucción visual de aquella Alejandría, y de un modo natural, sencillo y del que casi te preguntas, pero, ¿cómo lo ha conseguido?, la película te sumerge en el complejo clima político, social y religioso que impregna a los personajes y a sus actos, de tal modo que algo que te era ajeno y desconocido se clarea y lo entiendes de inmediato: a Hipatia, su obsesión por los astros y sus leyes, su posición en esa escuela, sus ansias de mujer libre, el auge, empuje y medra del cristianismo, el eclipse del paganismo, la decadencia de Roma?

La limpia belleza de Rachel Weisz y su perfecto empaste con el personaje consiguen hacerlo cercano, cálido, incluso en su fría vertiente de mujer obsesionada por la ciencia e incompatible con el amor, pues es precisamente en el sentido romántico donde «Ágora» se permite algunos temblores y lirismos; y es justo lo que no es historia sino invento de Amenábar, el personaje del esclavo Davos, lo que le da al argumento unos arreones pasionales y «peliculeros» en el mejor sentido del término. No es fácil, a pesar de todo, entender las tozudas pasiones de Hipatia y sus conciudadanos, y estar próximo a ella y ellos durante la consecución trágica de la historia, aunque su admirable personalidad quede al descubierto mediante los certeros brochazos de Amenábar en su relación con el padre, el esclavo, los alumnos y los intolerantes.

La Historia suele escribirse por los «buenos» y contra los «malos», pero su encajonamiento en la pantalla permite simplificarla al máximo de ese modo; en este caso, y éste será el punto de la polémica que se adhiere al «talón de Amenábar», Hipatia, la indudable heroína y a través de cuyos ojos se escribe «Ágora», es una pagana, mientras que enfrente, en el cinematográfico papel de villano, está aquel cristianismo niceno del emperador Teodosio, encharcado de radicalidad y agresividad, y que, luego, en la Edad Media aún adquiriría tintes más siniestros. El punto de vista es, pues, de ella, pagano, que en el mundo actual se correspondería con algo cercano al laicismo; mientras que enfrente está un cristianismo montaraz cuya expresión actual estaría más próxima al fundamentalismo islámico. Tal vez, ahora el espectador cristiano podría sentirse maltratado, pero en realidad no es el cristianismo actual lo que combate esta película, sino el radicalismo, el fanatismo racial, territorial, sectario o religioso. Y tergiversar el auténtico sentido de «Ágora» por razones de secta, ideología o religión solamente le dará la razón a la sustancia de la película: casi dos mil años después, aún sirven las mismas piedras para tirárselas a los demás. Quedarse en eso, o en si se aleja o se acerca la cámara a las estrellas, es como querer tocar el piano con los codos.

VICKY CRISTINA BARCELONA




Por fin lo conseguimos la pichu y yo, despues de mucho tiempo vimos la ultima pelicula del gran maestro del cine mundial, el gran Woody Allen, nos disponiamos a ver la pelicula tras mucho hablado por todo el mundo, la mayoria la criticaban y la minoria la exaltaban, tras las criticas llegaria el globo de oro a la mejor comedia del año y los multiples premios de Penelope Cruz a la mejor actriz secundaria (oscar y globo de oro incluido). Nos resistimos a las garras de Allen pero porfin la vimos, como digo, fuera de toda influencia mediatica o amiguil.

Desde los primeros compases del filme, una voz en off algo reiterativa en el discurso narrativo, sin ser cansina, nos sitúa de forma acelerada en lo que va a suponer para el espectador la nueva obra del genio de Brooklyn, un recorrido sarcástico a modo de guía rápida sobre el comportamiento humano de unos seres abocados al sentimiento esquivo y confuso. Como si se tratara de una guía auditiva de cualquier museo de humanidades, la voz de Christopher Evan Welch va desgranando de manera acelerada las identidades de sus dos protagonistas femeninas, Vicky (una estupenda Rebecca Hall) y Cristina (Scarlett Johansson, algo desdibujada en su caracterización), dos turistas norteamericanas dispuestas a descubrir la identidad catalana en su máximo apogeo. Después de este esclarecedor inicio, donde Allen deja claro el tono distante con respecto a la historia que se dispone a narrar, la historia sigue aquellos derroteros que han caracterizado su obra a lo largo de las últimas décadas, una lucha de sexos donde el intelecto (y la confusión provocada de todo ello) no se muestra arisco con respecto al desarrollo de la emoción, apuntalado en esta ocasión por un retrato lleno de cinismo con respecto a la pasión. Esta doble postura, presente en las mejores obras del cineasta, vuelve a dejar claras sus intenciones con respecto al análisis de una sociedad en lucha permanente con respecto al conflicto entre el desarrollo del sentimiento y la colisión interna que ello conlleva ante la creciente tendencia a la dispersión en el humanismo del siglo XXI.

Lejos de caer en la alusión redundante a los tópicos de una cultura, y siendo completamente consciente de su desconocimiento idiosincrásico sobre la sociedad que está tratando, Allen opta por el camino más inteligente, como es habitual en él, partiendo de una serie de tópicos vistos a través de los ojos de las dos turistas norteamericanas. En esta ocasión, no existe alusión al arquetipo cultural por dejadez de su creador, sino un retrato satírico sobre la iconografía que se le presupone a toda sociedad por parte del nuevo visitante, visto siempre a través de los ojos de todo turista incapaz de distinguir la alusión regional de la estatal (de ahí que en la maraña de influencias asociadas a la cultura catalana existan siempre punzantes alusiones plenas de sarcasmo a otras regiones de nuestro país). Consciente de este hecho, y también del desconocimiento del americano medio con respecto a la mayoría de culturas, Allen ofrece su discurso desde el punto de vista socarrón, fusilando sin piedad todo tópico cultural que se le ponga a tiro, entendiéndose además, desde la distancia que le provoca el saberse conocedor de este hecho y admirador de las diversas culturas europeas (que no europeístas, como ha demostrado en más de una ocasión).
Su visión conceptual del amor y las relaciones tortuosas adquiere su punto álgido a través de los dos intérpretes españoles. Mientras Bardem (sencillamente estupendo) resulta el catalizador interno de las pulsiones escondidas de las dos turistas norteamericanas, Penelope Cruz (algo histriónica a pesar de su acertada caracterización) se transmuta en el "macguffin" existencialista de todo el relato, dirigiendo el desarrollo de la acción tanto cuando aparece en pantalla como cuando su alusión es indirecta, provocando las reacciones del resto de personajes en uno u otro sentido. Este hecho, lejos de condicionar el desarrollo, lo enriquece, y dota de lógica interna un relato que en caso contrario hubiera quedado como un muestrario de conflictos internos sin un nexo común más allá de la ligereza de un periodo vacacional.
La gran capacidad de su director para la creación de diálogos permanece intacta, y añade más valor si cabe a la acertada elección de actores, un hecho que de tan persistente puede pasar desapercibido pero se antoja de una vital importancia en el cineasta neoyorkino, dada su habitual tendencia, una vez más, a obviar en cierta manera un tratamiento trabajado de la puesta en escena, siempre tan teatral y pendiente del actor como algo ligera y convencional.

La carta de amor que ofrece Allen a la capital catalana se muestra como un soplo de aire fresco y vitalista, recuperando esencias que hace muchos años que no se veían en su cine (se trata de su mejor obra en territorio europeo después de la estupenda "Match Point"), captando de manera notable la esencia mediterránea en todo su esplendor, en un discurrir que formaliza en imágenes esa tendencia de bon vivant que precede al individuo amarrado de manera indisoluble a la vida cultural de la región. Su visión satirizada de la imagen creada con respecto a este individuo tipo, no esconde en absoluto el profundo respeto y admiración que desprenden unas imágenes a modo de postales bucólicas que enriquecen el relato, más que condicionarlo. No buscaba Allen ofrecer un recorrido cultural y exhaustivo de un modo de vida, sino la sátira sutil creada a partir de ese tópico, visto a través de los ojos "ignorantes" de los extranjeros en una región.
Si en obras ya míticas de su creador como "Stardust Memories" (1980), "Interiores" (1978) o "Sombras y Niebla" (1992) Allen reverenciaba a cineastas de la talla de Fellini, Bergman o Lang (es de sobras conocida su admiración y devoción por el cine europeo), tras ver "Vicky Cristina Barcelona" habría que añadir otro nombre a esa larga lista de influencias en forma de decálogo referencial del cual parte el menudo cineasta, y es que todo el tono del relato recuerda sobremanera a los obras primerizas del genial Eric Rohmer, aquellas que durante los 60 y principios de los 70, mediante un tono de aparente calma y ligereza visual pero de gran perspicacia intelectual, establecían unas bases narrativas donde la definición moral de sus protagonistas condicionaba sus resoluciones, en unas historias repletas de sinceridad con respecto a la banalidad de la palabra con respecto a la emoción.
Allen nos ofrece uno de los mejores discursos vitalistas de los últimos años, donde la influencia de tonos rohmerianos no esconde más que la acertada alusión a lo esquivo de los sentimientos, mediante un retrato satírico de la visión partidista de las culturas ajenas.