VICKY CRISTINA BARCELONA




Por fin lo conseguimos la pichu y yo, despues de mucho tiempo vimos la ultima pelicula del gran maestro del cine mundial, el gran Woody Allen, nos disponiamos a ver la pelicula tras mucho hablado por todo el mundo, la mayoria la criticaban y la minoria la exaltaban, tras las criticas llegaria el globo de oro a la mejor comedia del año y los multiples premios de Penelope Cruz a la mejor actriz secundaria (oscar y globo de oro incluido). Nos resistimos a las garras de Allen pero porfin la vimos, como digo, fuera de toda influencia mediatica o amiguil.

Desde los primeros compases del filme, una voz en off algo reiterativa en el discurso narrativo, sin ser cansina, nos sitúa de forma acelerada en lo que va a suponer para el espectador la nueva obra del genio de Brooklyn, un recorrido sarcástico a modo de guía rápida sobre el comportamiento humano de unos seres abocados al sentimiento esquivo y confuso. Como si se tratara de una guía auditiva de cualquier museo de humanidades, la voz de Christopher Evan Welch va desgranando de manera acelerada las identidades de sus dos protagonistas femeninas, Vicky (una estupenda Rebecca Hall) y Cristina (Scarlett Johansson, algo desdibujada en su caracterización), dos turistas norteamericanas dispuestas a descubrir la identidad catalana en su máximo apogeo. Después de este esclarecedor inicio, donde Allen deja claro el tono distante con respecto a la historia que se dispone a narrar, la historia sigue aquellos derroteros que han caracterizado su obra a lo largo de las últimas décadas, una lucha de sexos donde el intelecto (y la confusión provocada de todo ello) no se muestra arisco con respecto al desarrollo de la emoción, apuntalado en esta ocasión por un retrato lleno de cinismo con respecto a la pasión. Esta doble postura, presente en las mejores obras del cineasta, vuelve a dejar claras sus intenciones con respecto al análisis de una sociedad en lucha permanente con respecto al conflicto entre el desarrollo del sentimiento y la colisión interna que ello conlleva ante la creciente tendencia a la dispersión en el humanismo del siglo XXI.

Lejos de caer en la alusión redundante a los tópicos de una cultura, y siendo completamente consciente de su desconocimiento idiosincrásico sobre la sociedad que está tratando, Allen opta por el camino más inteligente, como es habitual en él, partiendo de una serie de tópicos vistos a través de los ojos de las dos turistas norteamericanas. En esta ocasión, no existe alusión al arquetipo cultural por dejadez de su creador, sino un retrato satírico sobre la iconografía que se le presupone a toda sociedad por parte del nuevo visitante, visto siempre a través de los ojos de todo turista incapaz de distinguir la alusión regional de la estatal (de ahí que en la maraña de influencias asociadas a la cultura catalana existan siempre punzantes alusiones plenas de sarcasmo a otras regiones de nuestro país). Consciente de este hecho, y también del desconocimiento del americano medio con respecto a la mayoría de culturas, Allen ofrece su discurso desde el punto de vista socarrón, fusilando sin piedad todo tópico cultural que se le ponga a tiro, entendiéndose además, desde la distancia que le provoca el saberse conocedor de este hecho y admirador de las diversas culturas europeas (que no europeístas, como ha demostrado en más de una ocasión).
Su visión conceptual del amor y las relaciones tortuosas adquiere su punto álgido a través de los dos intérpretes españoles. Mientras Bardem (sencillamente estupendo) resulta el catalizador interno de las pulsiones escondidas de las dos turistas norteamericanas, Penelope Cruz (algo histriónica a pesar de su acertada caracterización) se transmuta en el "macguffin" existencialista de todo el relato, dirigiendo el desarrollo de la acción tanto cuando aparece en pantalla como cuando su alusión es indirecta, provocando las reacciones del resto de personajes en uno u otro sentido. Este hecho, lejos de condicionar el desarrollo, lo enriquece, y dota de lógica interna un relato que en caso contrario hubiera quedado como un muestrario de conflictos internos sin un nexo común más allá de la ligereza de un periodo vacacional.
La gran capacidad de su director para la creación de diálogos permanece intacta, y añade más valor si cabe a la acertada elección de actores, un hecho que de tan persistente puede pasar desapercibido pero se antoja de una vital importancia en el cineasta neoyorkino, dada su habitual tendencia, una vez más, a obviar en cierta manera un tratamiento trabajado de la puesta en escena, siempre tan teatral y pendiente del actor como algo ligera y convencional.

La carta de amor que ofrece Allen a la capital catalana se muestra como un soplo de aire fresco y vitalista, recuperando esencias que hace muchos años que no se veían en su cine (se trata de su mejor obra en territorio europeo después de la estupenda "Match Point"), captando de manera notable la esencia mediterránea en todo su esplendor, en un discurrir que formaliza en imágenes esa tendencia de bon vivant que precede al individuo amarrado de manera indisoluble a la vida cultural de la región. Su visión satirizada de la imagen creada con respecto a este individuo tipo, no esconde en absoluto el profundo respeto y admiración que desprenden unas imágenes a modo de postales bucólicas que enriquecen el relato, más que condicionarlo. No buscaba Allen ofrecer un recorrido cultural y exhaustivo de un modo de vida, sino la sátira sutil creada a partir de ese tópico, visto a través de los ojos "ignorantes" de los extranjeros en una región.
Si en obras ya míticas de su creador como "Stardust Memories" (1980), "Interiores" (1978) o "Sombras y Niebla" (1992) Allen reverenciaba a cineastas de la talla de Fellini, Bergman o Lang (es de sobras conocida su admiración y devoción por el cine europeo), tras ver "Vicky Cristina Barcelona" habría que añadir otro nombre a esa larga lista de influencias en forma de decálogo referencial del cual parte el menudo cineasta, y es que todo el tono del relato recuerda sobremanera a los obras primerizas del genial Eric Rohmer, aquellas que durante los 60 y principios de los 70, mediante un tono de aparente calma y ligereza visual pero de gran perspicacia intelectual, establecían unas bases narrativas donde la definición moral de sus protagonistas condicionaba sus resoluciones, en unas historias repletas de sinceridad con respecto a la banalidad de la palabra con respecto a la emoción.
Allen nos ofrece uno de los mejores discursos vitalistas de los últimos años, donde la influencia de tonos rohmerianos no esconde más que la acertada alusión a lo esquivo de los sentimientos, mediante un retrato satírico de la visión partidista de las culturas ajenas.