ENEMIGOS PUBLICOS:


CALIFICACIÓN: * * *

Michael Mann es el mejor ilustrador de la vida en las sociedades ferozmente capitalistas. Las grandes urbes desconectadas, cuya incapacidad por conjuntarse define el desarraigo de sus personajes. Los pequeños villanos que se asimilan a la masa —como el Vincent (Tom Cruise) de Collateral (2004)—, porque, a diferencia del héroe, han conseguido adaptarse a su espacio, erigiéndose como ciudadanos con dobleces morales. Los rostros, marcados y viriles, en cuyas hendiduras encontramos la esencia del cine del realizador de Chicago: una exaltación visual de la violencia y la masculinidad; una apuesta moralmente pragmática, que detecte las fallas de nuestras creencias, anhelos e inseguridades; y una profundidad dramática que, inesperadamente, surja cuanto más distanciada y vaciada esté la propia narración de los sentimientos de sus protagonistas. En definitiva, un escenario aplastantemente erótico —porque no cesa de estimular nuestros sentidos a través de la elección de imágenes gradualmente más colosales, inabordables, de una belleza en pugna entre lo efímero y lo duradero— que revela las carencias emocionales de una generación. Unos hombres en el crepúsculo conscientes de que su condición —de héroes, de inconformistas, de solitarios o inadaptados— «no se ajusta a lo que la sociedad demanda: una figura que la haga progresar».

Si algo enlaza al John Dillinger (Johnny Depp) de Enemigos públicos con el Neil McCauley (Robert De Niro) de Heat (1995) o el Sonny Crockett (Colin Farrell) deCorrupción en Miami (Miami Vice, 2006) es su actualidad; vivir el hoy sin pensar en el mañana. El tiempo corre vertiginosamente para Dillinger cuando percibe la soga alrededor de su cuello; cuando percibe que la persecución a la que le somete Melvin Purvis (Christian Bale) transformará sus experiencias —su romance con Billie Frechette (Marion Cotillard)— en efímeras vivencias marcadas por un abrupto final. Tal y como sucede con la relación entre Sonny e Isabella (Gong Li) en Corrupción en Miami, John y Billie corresponden a la idea de un amor fugaz e intenso —aunque las partes centrales de éste nunca sean narradas— tan potente como las imágenes que desprenden: Billie siendo vejada por uno de los oficiales de Purvis; John observando en posición de espectador externo la detención de su chica sin poder/querer hacer nada. Un matiz este último que retrata la impotencia que embarga a los personajes de Mann en su huida hacia el abismo, en su contradicción entre vivir la actualidad o ser arrollados por ésta.

Redescubriendo América

Aunque apegado a su forma contemporánea, Michael Mann define el mundo de los 30′ como un ejercicio de redescripción histórica; como si esa década fuese liquidada de los libros de historia de los Estados Unidos y, a renglón seguido, fuese reformularse en unos nuevos términos. Así, Chicago resucita de noche en los grandes salones, mientras de día es símbolo del capitalismo incipiente en los múltiples bancos paulatinamente saqueados. Es la dialéctica entre una ciudad manifiestamente muerta cuya inyección económica genera enemigos públicos contradictoriamente —porque atacan, aunque acaben siendo sus víctimas, al corazón del capital— aclamados por sus ciudadanos, que, no obstante, aplauden también la caza humana emprendida por Purvis y el FBI. Tal vez porque, de una parte, la existencia de Dillinger representa una autonomía perdida en el interior de un sistema social dependiente del trabajo, que marca una diferencia insalvable entre las clases sociales; y, por otro lado, porque la vulneración del statu quo que lleva a cabo Dillinger provoca la irrupción de Purvis en el imaginario colectivo: el héroe que reestablezca el orden. Esa misma dialéctica que marcaba la pauta entre Vincent y Neil en Heat, Max y Vincent en Collateral o Sonny e Isabella en Corrupción en Miami. En otras palabras, la impresión de que Mann escarba en la Historia de EE.UU. para reflejar una naturaleza subyacente, libre de cualquier contingencia, que permanece visible en sus últimos thrillers. La justificación de todo ese proceso que le ha conducido hacia el pragmatismo salvaje de las grandes metrópolis, como Los Ángeles… o Chicago, años 30′.

Enemigos públicos es una película violenta y viril. El HD capta con dolorosa precisión el fuego de los subfusiles, la crudeza de los atracos, persecuciones o emboscadas, así como la agresiva fisicidad de los cuerpos muertos destrozados por las balas. Nos sitúa en un contexto masculino, porque la pasión puede sobre la razón y sus hombres se sumergen en un primitivismo en el que lo social parece difuminarse a cada momento. Purvis, el paradigma de los nuevos métodos de investigación policial científica, es inicialmente presentado como un cazador —en la más material de sus definiciones— que no descansa hasta acabar con su presa, Pretty Boy Floyd (Channing Tatum). Es un asesino, pero aparece ante nuestros ojos como un representante de la ley. En contraposición, los atracos de Dillinger contemplan un código férreo meticulosamente planificado con la intención de cumplir el objetivo sin tener que sacrificar vidas humanas. Sin embargo, ambos ocupan los lados opuestos de la moneda y, a la vez, son exonerados, respectivamente, por la torva y maquiavélica figura de J. Edgar Hoover (Billy Crudup) y la brutalidad sin freno de Baby Face Nelson (Stephen Graham). Quizá, porque a diferencia de estos últimos, Dillinger y Purvis conservan un sentimiento de piedad que las grandes corporaciones, instituciones, etc. irán erosionando hasta convertirse, lisa y llanamente, en el Estado. Por eso, ambos devienen figuras trágicas, conscientes de que su espacio es constreñido por fuerzas superiores —en el caso de Dillinger, por la forma de conducir el crimen de gangsters como Frank Nitti— que buscan agotarlos en sus propios roles.

Héroes y villanos; medios y fines

En la carrera de Michael Mann héroes y villanos han peleado por continuar existiendo con la sociedad contemporánea como cuadrilátero. No obstante, desde Heat ese combate ha ido declinando hacia una pregunta: ¿Hasta cuándo tendrá sentido continuar con esa lucha? Ya no se trata de reequilibrar el orden social para sacar a flote los pequeños núcleos —la familia— que lo constituyen (Heat); tampoco para autoafirmar nuestra condición en el seno de una sociedad indiferente y alienada (Collateral). El final deCorrupción en Miami mostraba al héroe en tránsito de desaparición por su debilitada funcionalidad; por pertenecer a un tiempo construido sobre lo aparente que atiende a otras necesidades humanas; pasajeras e inestables como el amor, pero reñidas con su condición. En Enemigos públicos la frontera entre héroe o villano es tan vaga como inútil su formalización en conceptos rígidos. De nuevo, es Dillinger el enamorado y Purvis el personaje obsesionado por cumplir un objetivo que, por supuesto, acabará con él: reequilibrar el orden. Al fin y al cabo, ¿cómo matar al villano si precisamente es él la única conexión que establecemos con la sociedad? La única que comprende la condición de héroe, el sacrificio por vigilar la normalidad; la que mantiene con vida y no hace obsoleto a Purvis.

Final de trayecto

El final de Enemigos públicos supone una terrorífica coda al cine según Michael Mann. Mientras liquida al héroe, ahogándolo definitivamente en las aguas de una sociedad fiscalizadora; muestra el silencio de un hombre —y la analogía con Melville no es caprichosa— en los últimos instantes a su muerte como víctima. De este modo, Mann abre un horizonte nuevo sobre su cine mientras exhibe el cadáver de su protagonista ante la catatónica mirada del héroe, que nunca más volverá a ser el mismo —tanto, que el propio Purvis desaparece del epílogo y es Winstead (Stephen Lang) su reflejo. Cuando el tiempo se agota, tan sólo resta el recuerdo de lo efímero, que es lo que alguna vez nos hizo sentir vivos.

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